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Jesús Fernández Úbeda

Llorar ante el Cristo de Zeffirelli

Piso poco las iglesias porque, en general, las misas me aburren. Abundan los curas que necesitan profesores de oratoria con más urgencia que Buxadé.

Piso poco las iglesias porque, en general, las misas me aburren. Abundan los curas que necesitan profesores de oratoria con más urgencia que Buxadé.
Fotograma de 'Jesús de Nazaret', con Robert Powell en el papel de Jesucristo. | Imagen de vídeo

Me hice cristiano a conciencia cuando Rita Maestre y otras setenta personas, hace como diez u once años, asaltaron la capilla de la Facultad de Psicología de la Complutense. Reaccionario como soy, el matacurismo desnatado, infantil y estridente de aquellos presuntos universitarios revitalizó una fe que los "laicos consagrados" de mi residencia de estudiantes enviaron al corredor de la muerte. Mi religiosidad, espiritualidad o como se diga no se puede describir, en absoluto, como ejemplar –siempre he sido más escéptico y dionisíaco que devoto y apolíneo; en definitiva, un pecador de la pradera–, y camina sobre un puente de madera ruinoso y peliculero, de esos en los que, al pisar malamente, uno se cae en un río infestado de pirañas, anguilas eléctricas y clones de Elisa Beni. Sin embargo, ahí se mantiene mi creencia, de un modo precario y heroico, como el Madrid en la Champions.

Piso poco las iglesias porque, en general, las misas me aburren. No escasean los sacerdotes que necesitan profesores de oratoria, cuando no foniatras, con más urgencia que Buxadé. No entiendo cómo, en algunos casos, una lectura pública tan poderosa y atractiva como debiera ser la de los Evangelios, con su posterior análisis –dejo al margen la eucaristía y demás ritos–, puede generar tantos bostezos como El árbol de la vida de Terrence Malick. Ojo: entiendo que la predicación de la palabra y de los hechos de Jesús de Nazaret no debiera ser entretenida, pero, desde luego, dada la potencia, cuando menos, literaria de la materia prima a exponer/comentar, creo que debiera conmover, zarandear e invitar a la reflexión crítica –no así a la ovina–, y no al sueño. El amigo Emilio Lara me dice que "el ritual más hermoso es una misa sin homilía, y la mejor demostración de la existencia de Dios es escuchar la Pasión según san Mateo, de Bach".

Por otro lado, no concibo la Semana Santa sin asistir a los oficios del Jueves, Viernes y Sábado Santo. Razón, y miren que detesto el palabro por manoseado: la empatía. Nunca me he sentido cómodo en el papel de amante porque siempre he pensado en los cuernos del cornudo, y nunca, como creyente –insisto: como creyente–, he considerado que estas efemérides sean la excusa ideal para escaparse a la playa por eso de que la percha de estos días libres es la tortura y la ejecución de un ser humano que, según la religión que profeso, es el Hijo de Dios. O sea, libres domingos y domingas, "cada uno que se corra como pueda" (Cela), etcétera, pero si un individuo cree de verdad en Jesucristo, por muy agujereada que tenga la fe, y no es capaz de sacar hora y media para acudir a los homenajes en los que se recuerda su Pasión, Muerte y Resurrección, que se cambie de equipo.

Dicho esto, no hay misa semanasantera que agite tanto mi religiosidad como el Jesús de Nazaret de Franco Zeffirelli, según mi compadre de LD Luis Fernando Quintero, y yo suscribo, "la película que mejor transmite la mística y el mensaje de la vida" del susodicho. Cabe destacar la presencia intramuros de Anthony Burgess, el autor de la archiconocida La naranja mecánica y de la maravillosa Poderes terrenales: fue coguionista y, además, el largometraje –o miniserie, o lo que sea: el que sabe de estas cosas es Juanma González– se basa en su novela El hombre de Nazaret. El protagonista, Robert Powell, fue elegido en origen para interpretar a Judas. Inevitablemente, las lágrimas se me escapan en escenas como la de la narración de la parábola del hijo pródigo, la multiplicación de los panes y de los peces o esa en la que María Magdalena se postra ante Jesús en la casa del fariseo. Supurando humanidad y belleza, Jesús de Nazaret mete el dedo en la llaga de mis miserias, que uno las tiene, a ver, y las pone sobre la mesa, y las exorciza y, sobre todo, las sana. ¿Por qué? A saber. Desde luego, la cinta de Zeffirelli posee ese "no sé qué que es lo único que importa" (Bunbury) y que, desde luego, ya podría tener más de un subalterno de Omella.

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