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Jesús Laínz

La guerra indeclarada

El problema de esta guerra postmoderna es que no hay un ejército enfrente. ¿Quién es el enemigo? ¿Dónde está? ¿Cómo se llama?

El problema de esta guerra postmoderna es que no hay un ejército enfrente. ¿Quién es el enemigo? ¿Dónde está? ¿Cómo se llama?
Cordon Press

En el nombre de Alá, el Justo, el Clemente, el Misericordioso, los más fanáticos de sus adoradores llevan muchos años sembrando el terror allí donde pueden. Pero los occidentalitos, adormecidos por nuestro bienestar, no solemos prestar atención a esos asuntos. Al fin y al cabo, sólo ocupan un lugar secundario en los periódicos, pues tanto los periodistas como los lectores los consideramos parte del paisaje de esos lugares lejanos cuyos habitantes suponemos acostumbrados a convivir con esas molestias del mismo modo que conviven con el ébola, la sequía o las cobras. A veces la cosa se acerca, como cuando se ametralla a turistas europeos en hoteles africanos o se derriban aviones rusos sobre la península del Sinaí. Pero lo olvidamos rápidamente, pues no dejan de ser hechos lejanos y fácilmente evitables: que no se hubieran ido tan lejos a hacer turismo.

Pero igual que cuando al ébola le dio por aterrizar en la orilla norte del Mediterráneo, momento en el que, de repente, comenzó el crujir de dientes, cuando los aspirantes a las huríes cometen sus salvajadas en suelo europeo o americano es cuando todo el mundo se lleva las manos a la cabeza por el muy comprensible motivo de que se hace evidente que le puede tocar a cualquiera.

El problema de esta guerra postmoderna es que no hay un ejército enfrente. ¿Quién es el enemigo? ¿Dónde está? ¿Cómo se llama? A veces se llama Al Qaeda, otras veces los talibanes, otras Sadam Husein, otras Libia, otras Afganistán, otras Irán, otras Siria, otras Boko Haram, otras Estado Islámico... y en el futuro tendrá otros muchos nombres.

Pero todos ellos no son más que granos purulentos que van saliendo a la superficie, varios de ellos surgidos, o al menos agravados, a causa de la colaboración, activa o pasiva, de un Occidente egoísta, imprevisor, torpe e ignorante. Y, sobre todo, débil. Algunos de esos granos podrán ser explotados y aparentemente aliviados, pero es inevitable que sigan saliendo otros, pues la inflamación está debajo; una inflamación que tardará muchas generaciones en desaparecer, bastantes más, sin duda, que las que tardará en hacerlo un Occidente que revienta de colesterol, que se niega a tener hijos, que aplaude todo lo que le destruye y que incluso ha dejado de ser consciente de sí mismo.

Algunos lo avisaron y fueron inmediatamente condenados a las tinieblas exteriores del fascismo y la xenofobia. Pero los hechos les han dado la razón: varios de los terroristas de París acababan de llegar a Europa con la riada de supuestos refugiados de Siria y otros fallidos países asiáticos. En el próximo futuro iremos viendo cuántos más llegaron con ellos. Y los que seguirán llegando. Junto a los recién llegados han participado terroristas nacidos en Europa, educados en Europa y con ciudadanía europea, como sus camaradas londinenses de 2005. Interesantísima cuestión: a pesar de tener carnet de identidad británico o francés, se sienten arraigados en otras tierras, otras culturas y otras religiones, al mismo tiempo que rechazan su pertenencia a naciones de las que se sienten extraños.

Precisamente ingleses y franceses fueron testigos de un interesante fenómeno durante el mundial de fútbol de Francia de 1998, del que ya nadie se acuerda. Si bien el deporte puede parecer intranscendente, su dimensión metadeportiva no lo es. Al fin y al cabo el fútbol no está hoy lejos de ser la continuación de la guerra por otros medios. En primer lugar, ciudadanos británicos de origen extraeuropeo se manifestaron más o menos pacíficamente por las calles en apoyo, no de la selección inglesa, sino de las de sus países de origen. Incluso hubo incidentes violentos con conciudadanos suyos de piel blanca y partidarios de la selección inglesa. Y, en segundo lugar, todo el mundo pudo comprobar a través de la televisión las batallas campales habidas principalmente en Marsella entre hinchas ingleses y seguidores del equipo nacional tunecino, quienes contaron con el apoyo de ciudadanos franceses de origen norteafricano.

El mismo fenómeno acaba de manifestarse estos días en una Cataluña desde la que, según se ha informado, han partido una docena de nuevos militantes para sumarse a las filas del Estado Islámico. Lo más significativo del asunto es que se trata de conocidos miembros de Nous Catalans, ese colectivo organizado y generosamente subvencionado por los inquilinos de la Generalidad para engordar con los recién llegados la causa separatista. Porque para los sedicentes defensores de las esencias catalanas amenazadas por España, dichos Nous Catalans son perfectos catalanes, a diferencia de unos catalanes de pura cepa que, por su condición de no separatistas, quedan fuera de la categoría de catalanes, lo que resulta francamente divertido.

Todos estos enfrentamientos, futbolísticos o callejeros, espontáneos u organizados, incruentos o criminales, probablemente sean los primeros gases que han comenzado a escapar de un enorme volcán que no tardará en estallarnos bajo nuestras orondas posaderas. Porque la creciente violencia es el síntoma más visible de que buena parte del mundo islámico no descansará hasta ganar esta no declarada guerra mundial. Y esa parte violenta, de momento no desactivada por la supuesta mayoría pacífica del mundo islámico, no parará porque la certeza de la victoria le viene tanto por la vía de su fanatismo religioso como por la del análisis de los hechos: si no imponen su voluntad ahora por las acciones criminales de unos pocos llegados de fuera, lo harán después más suavemente por el creciente peso de los establecidos dentro y de los que siguen llegando a una Europa idiotizada que los recibe cantando el "Imagine".

Es sólo cuestión de tiempo. De muy poco tiempo.

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