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Jesús Laínz

La République frente a la Segunda República

El cerebro humano no está diseñado para cambiar de opinión. Ni ante la evidencia. Y si encima el tema de discusión es el evangelio izquierdista, con mayor motivo.

Hace ya bastantes años tuve cierta amistad con un francés diez años mayor que yo e hijo de republicanos españoles exiliados. Tanto se preocuparon por conseguir que su hijo se integrara plenamente en el país de acogida que, si bien hablaba español con corrección, su acento y su fluidez demostraban que su lengua materna, la que de verdad manejaba bien y en la que pensaba, era el francés. Naturalmente, por la educación recibida y el ambiente que respiró, sus referencias históricas y culturales eran fundamentalmente francesas, lo que provocaba su apego a Francia y su aprecio por una República Francesa que tomaba como modelo de régimen democrático y civilizado.

Por el contrario, siempre miró a España con cierto menosprecio. Dada la ideología y el bando bélico de sus padres, España era el país que gobernaba el odiado Franco y en el que, por lo tanto, el atraso y la opresión eran irremediables. Según su padre, no era cierto que los estadounidenses hubieran sido los primeros en llegar a la Luna: eso lo habían logrado mucho antes los españoles poniendo un cura encima de un guardia civil encima de un cura encima de un guardia civil encima de un cura encima de un guardia civil…

Había vivido algunos años en un país caribeño, donde se había casado y tenido una hija. Se instaló en España en tiempos de Aznar, así que, con la ayuda de un amigo pasado del seminario al marxismo, le resultó fácil deducir que, a pesar de las apariencias de régimen democrático, en realidad eran los obispos y los marqueses los que seguían manejando los hilos en la sombra.

En cierta ocasión, viajando en coche por el norte de Castilla, se salió de la autopista por error y durante un buen rato tuvo que circular por la carreteras de la provincia de Burgos. Al padre y la hija les dio un ataque de pánico, convencidos de que se estaban adentrando en un territorio sin ley donde podrían ser atracados, violados, secuestrados por la guerrilla o destripados por traficantes de órganos. Tardaron un rato en comprender que las comarcas que iban recorriendo eran tan hermosas, pacíficas y civilizadas como las de cualquier rincón de Francia. Recuerdo que cuando me contó aquella aventura perdí la paciencia.

Su visión de la guerra civil española respondía, como era previsible, a lo transmitido por sus padres: un régimen democrático, ilustrado, ordenado, legal, atacado por unos fascistas ignorantes, fanáticos y crueles, deseosos de reinstaurar la opresión. No fueron pocas las conversaciones que mantuvimos sobre estos asuntos, conversaciones en las que intenté explicarle que las cosas no eran tan sencillas, que la guerra no estalló por capricho, que el esquema buenos-malos quizá pudiese servir en las películas de Hollywood pero no en la vida real, y sobre todo que la Segunda República, aunque compartiese nombre con el régimen francés, no tenía nada en común con él. Mientras que en Francia la República representa la democracia, el orden, la ley y el patriotismo, aquel régimen español había sido exactamente lo contrario: un caos dictatorial, disolvente y criminal que acabó desembocando en revolución bolchevique. Lo que yo intentaba explicarle le resultaba inconcebible: la República por la que habían luchado sus padres tenía que encarnar forzosamente la justicia y la razón, y sus enemigos, todos los valores negativos. Y también encontraba sorprendente la cantidad de gente que le había expresado opiniones parecidas a las mías, de lo que dedujo que, por la intoxicación educativa recibida durante el franquismo, había todavía muchos millones de españoles a los que, si se nos rascaba un poco, nos acababa saliendo el falangista que llevamos dentro.

Así pasaron los años hasta que un día me soltó a quemarropa:

–Tenías razón. Ahora lo comprendo todo.

El misterio consistió en que un amigo izquierdista le había dejado varios tomos de El Socialista y de algún otro órgano de la izquierda de aquellos días. Y lo que allí había encontrado no encajaba con lo que él suponía que tenía que haber salido de la pluma de los defensores de la república democrática, ilustrada y civilizada que había imaginado:

–¡Qué ignorancia! ¡Qué fanatismo! ¡Qué estupidez! ¡Qué odio! ¡Qué violencia! ¡Desde los textos hasta las ilustraciones, todo es pura barbarie!

Cautamente, me abstuve de remachar el clavo y me limité a disfrutar del momento.

Valga todo lo anterior para justificar por adelantado la impertinencia de dar un consejo que nadie me ha pedido: ahórrense ustedes su tiempo y su saliva, bienintencionados lectores, y nunca intenten argumentar nada a nadie que no esté previamente más o menos en la misma onda. El cerebro humano no está diseñado para cambiar de opinión. Ni ante la evidencia. Y si encima el tema de discusión es el evangelio izquierdista, con mayor motivo. Nunca olviden que el izquierdismo es una religión como otra cualquiera, con sus dogmas, sus obispos, sus excomuniones y sus inquisiciones. Es contraria a la razón, entraña una fe desmedida en sus postulados, proclama su superioridad moral, no admite razonamiento en contra, es inatacable bajo pena de excomunión y legitima a sus fieles para descalificar a los críticos directamente con el insulto, sin necesidad de argumentos.

Lo único que se puede hacer es poner hechos ante la nariz de su contertulio. Algunas veces, una entre un millón y casi por milagro, les entra un grano de arena en su engranaje. Y el engranaje comienza a chirriar.

jesuslainz.es

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