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Jorge Alcalde

Nuestra difícil relación con los cadáveres

Los problemas derivados del manejo y gestión de cadáveres no son extraños. Los últimos episodios madrileños parecen corroborarlo.

En 1543, el padre de la anatomía, Andrea Vesalio, publicó su magna obra De humani corporis fabrica, uno de los esfuerzos más generosos, obsesivos, románticos y productivos de compilar los conocimientos anatómicos atesorados por la humanidad hasta entonces. Repasar sus páginas, contemplar la pureza de sus dibujos, preñados al tiempo de exactitud y de ingenuidad, e imaginarse las largas noches de disección de cadávares, a la luz de los candiles, sobre cuerpos a veces encontrados como médico, a veces cedidos por los jueces de entre los ajusticiados y, a veces, simplemente robados por toda suerte de cohechos y sobornos, es un ejercicio de memoria literaria, más que científica.

Entre las letras y los trazos de este portento de la historia de la medicina, se encuentran descripciones que dan buena cuenta de la pasión de Vesalio por el objeto de su estudio. Por ejemplo, la explicación de los métodos utilizados para extraer, componer, articular y dibujar esqueletos humanos.

En tiempos de la publicación de este libro, los anatomistas y diseccionadores usaban un método harto complicado. Había que colocar los restos dentro de una caja perforada bajo un chorro de agua limpia durante varios días. De la caja pasaban a la mesa de operaciones donde se descarnaban los fragmentos de músculo más pegados al hueso con un cuchillo con sumo cuidado para que los ligamentos y las articulaciones no fueran dañadas. El siguiente paso consistía en colocar los restos al sol cambiando la postura a medida que los ligamentos se iban desecando.

Vesalio siempre consideró este método arcaico, pesado e inútil. Además renegó de los muchos inconvenientes que la desecación al sol producía para el correcto manejo de las articulaciones y los ligamentos en lecciones de anatomía. Por el contrario, él estableció un sistema de extracción de esqueletos rápido (en apenas 7 horas acababa la tarea) y eficaz. Consistía fundamentalmente, en macerar los restos de osamentas en agua hirviendo.

El anatomista de Bruselas optó con fervor por esta técnica a pesar de que la cocción de restos humanos estaba terminantemente prohibida según edicto del Papa Bonifacio VIII. El mandato papal se refería al uso de esta técnica para repatriar restos de personalidades fallecidas en el extranjero, pero su decisión afectaba a cualquier otra utilización similar del agua hirviendo sobre la carne de cadáveres.

Pero Vesalio era un hombre de ideas obsesivas. Y del mismo modo que no tuvo empacho en reconocer sus prácticas de robo de cadáveres en cementerios públicos, tampoco temió enfrentarse a la autoridad eclesiástica por el asunto de la limpieza de osamentas.

A todos aquellos a los que la medicina nos ha apasionado de uno u otro modo nos ha de estremecer la contemplación de la Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de Rembrandt. Pero no sólo por la luz blanquecina que ilumina los rostros o la magistral reconstrucción psicológica del asombro en los rostros de los protagonistas. También por el desasosiego que produce la contemplación del cadáver una y mil veces manipulado, recosido, trasladado, desnudado.

Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (Rembrandt) | Wikipedia

La relación de la medicina con su objeto principal de estudio (la fábrica del cuerpo humano) no siempre ha sido sencilla. De hecho, el último escándalo de manipulación y apilamiento atroz de cadáveres en la Universidad Complutense de Madrid dista de ser inédito. Uno de los casos más estremecedores recogidos en los anales es la llamada "revuelta contra los resurreccionistas".

A finales del siglo XVIII en muchos países del mundo occidental (incluidos España, Inglaterra o los recientemente creados Estados Unidos) sólo se permitía utilizar con fines científicos cadáveres de reos ejecutados a los que el juez había condenado a "horca y disección". Se trataba con ello de evitar la expansión de enfermedades infecciosas que pudieran transmitir otros muertos menos "sanos". Eso condujo a una terrible escasez de cuerpos para la anatomía. En la década de los 70 de aquel siglo, por ejemplo, las escuelas de medicina de todo Inglaterra sólo contaban con 55 cadáveres legales.

Al calor de la escasez, aparecieron unos cuantos desesperados dispuestos a ganarse la vida con el negocio de la muerte. Estudiantes y profesores necesitados de dinero comenzaron a profanar tumbas y vender los cuerpos a las escuelas de medicina y a anatomistas particulares. Con los meses, la actividad se convirtió en una suerte de aventura comercial infame controlada por los que dieron en llamar resurreccionistas. Abrían las tumbas de los pobres, de los desamparados, de los muertos en las cárceles o de los esclavos negros. Aunque pronto todo aquel al que le hubieran dado tierra corría peligro de ser secuestrado. Proliferaron los ataúdes de acero entre los fallecidos millonarios y las cercas con alambre de espino que velaban eternamente a los seres queridos. Los que podían permitírselo empezaron a contratar vigilantes nocturnos armados con pistolas que se apostaban con una silla delante del nicho durante dos o tres semanas: el tiempo en que los cuerpos quedan inservibles para la ciencia.

El trabajo de robar carne humana era difícil y peligroso. Al menos una pareja de hombres corpulentos debía adentrarse en el cementerio evitando toda vigilancia. Las linternas de aceite se cubrían con placas metálicas por todas las caras menos por una para que arrojaran luz sobre los pies pero no pudieran ser vislumbradas en la distancia. Uno puede pensar que sacar un muerto de su morada eterna es tarea sencilla, pero requiere técnica refinada, actuación certera y fortaleza física. La mayoría de los ladrones excavaba un tercio de la tierra sobre el ataúd, preferiblemente en la parte donde yacía la cabeza. El suelo removido se depositaba en una lona impermeable. Luego, con el mayor de los sigilos se procedía a abrir la madera de la caja, pero sólo lo necesario para extraer el cuerpo tirando de él. Con un gancho en el gaznate o un juego de sogas rodeando el cuello se deslizaba al pobre difunto como quien saca una fresca babosa del caparazón de un caracol. Se le tendía sobre una segunda lona, se le despojaba de toda ropa y se envolvía. Las vestimentas y los enseres regresaban al cofre del que habían salido. Los profanadores entonces volvían a tapar el hoyo y se largaban con su botín a cuestas. La actividad terminó siendo febril entre los meses de noviembre y febrero, meses propicios para los cursos de anatomía en las facultades. Hasta que en 1788, en la Facultad de Medicina del Bajo Manhattan, en medio de aquella Nueva York joven, corrupta, independiente y mugrienta ocurrió algo sorprendente.

John Hicks Jr. estudiante de medicina, tuvo la mala idea de gastar una broma macabra. En la más cruda tradición de humor clínico, agarró el brazo amputado de un cadáver que acaba de diseccionar y lo levantó para mostrárselo a un mozo de limpieza que husmeaba al otro lado del cristal del quirófano.

–Míralo bien, chaval. Podría ser el brazo de tu madre. ¿Quieres que te dé una buena azotaina con él?

El muchacho se escabulló entre las sombras del pasillo, pero un compañero de correrías se tomó las palabras de Hicks al pie de la letra. El crío acababa de perder a su madre por culpa de la viruela y cuando pudo dejar de gimotear le soltó a su padre la historia con algún aderezo terrorífico. El viudo reunió a un grupo de vecinos y, ni corto ni perezoso, se plantó en el cementerio local, frente a los dos palmos cuadrados de tierra recién esparcidos sobre la difunta. Por una de esas cosas que tiene el destino, la tumba de la vieja había sido profanada.

Cuando el viudo enajenado se recuperó del shock, su mente no albergaba ninguna duda. Había que acabar con los resurreccionistas y, junto a ellos, con toda la patulea de médicos y profesores universitarios que habían consentido durante años tamaña deshonra. Arengó a un puñado de hombres rabiosos y estos llamaron a otros, y los otros a otros más. Al cabo de un par de horas una horda de neoyorquinos sedientos de venganza se encaminaba a las instalaciones del Hospital del Bajo Manhattan. El laboratorio central y la sala de disecciones fueron arrasados. Pero unas cuantas pipetas y un quirófano no eran suficiente botín para aplacar la furia de la muchedumbre. Querían sangre, la misma sangre que había sido derramada injuriosamente sobre la camilla de forense una y otra vez.

La algarada se convirtió en una riada humana que invadió la Universidad de Columbia y prendió la mecha del odio hacia los médicos a todo el que se cruzó con ella.

Tras una semana de choques con el ejército, durante los cuales los manifestantes llegaron a destruir algunos laboratorios de la Universidad, la revuelta perdió fuerza. Murieron ocho personas, hubo decenas de heridos y muchos médicos decidieron abandonar NuevaYork. Las autoridades del Estado relajaron las prohibiciones para utilizar cadáveres en investigación pero los resurreccionistas siguieron trabajando hasta bien entrado el siglo XIX.

Aún así, la compra-venta ilegal de piezas de anatomía ha sido práctica conocida en todo el mundo desarrollado hasta nuestro siglo. Y los problemas derivados del manejo y gestión de cadáveres no son extraños. Los últimos episodios madrileños parecen corroborarlo.

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