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José García Domínguez

El secreto de Ciudadanos

En Soria, en Lugo, en Cáceres y en Oviedo, en la España profunda, se está gestando el gran castigo histórico al PP y al PSOE.

En Soria, en Lugo, en Cáceres y en Oviedo, en la España profunda, se está gestando el gran castigo histórico al PP y al PSOE.
Albert Rivera, junto con Inés Arrimadas en el cierre de las autonómicas catalanas de diciembre | EFE

Ciudadanos va a ganar las próximas elecciones generales y Albert Rivera Díaz será en breve presidente del Gobierno. La única e indeseada (para ellos) consecuencia política directa del intento de golpe de Estado protagonizado por los catalanistas el pasado octubre terminará siendo esa. Cualquiera que ya tenga edad suficiente como para recordar el sentir general de la opinión pública durante las vísperas del acceso al poder de aquel grupo de jóvenes imbuidos de un común hálito regeneracionista asentado en la vindicación de lo español, el que se cobijaba bajo la marca PSOE en 1982, puede identificar los paralelismos muy evidentes que hoy, ahora mismo, se repiten en el caso de Ciudadanos. A imagen y semejanza de aquel PSOE treintañero y primerizo que aún no olía a ambientador de coche oficial, el de los trajes de pana y las patillas audaces, Ciudadanos, y al margen de cuáles sean sus propuestas programáticas expresas, también se ha convertido en un gran contenedor de fantasías individuales y colectivas. Como cuando aquel entonces con Felipe y Guerra, todos ven en Ciudadanos no lo que en realidad es, sino lo que cada uno quisiera que fuese. De ahí que Rivera y los suyos reciban en este muy preciso instante procesal apoyos procedentes de todas partes. De votantes que se creen liberales. De otros que se dicen socialdemócratas convencidos. De ese tan extendido conservadurismo sociológico propio de las viejas clases medias de la España interior y tradicional; las mismas que siempre ven con recelo lo político, algo que contraponen a la preferible gestión administrativa y técnica de lo público. De antiguos fieles del PSOE. De otros del PP. También de Podemos. De todas partes.

Los de Rivera ha conseguido romper el techo de cristal al que lo abocaba su condición inicial de partido urbano y generacional fruto exclusivo de la crisis de representación política que trajo asociada la Gran Recesión en España. Y es que su destino manifiesto era el de constituirse en mera bisagra, simple apéndice de los dos grandes partidos turnantes. Un tercero llamado a completar mayorías parlamentarias a cambio de alguna propina menor. Algo así como los liberales en Alemania o los libdem en el Reino Unido. Nada trascendente. Antes de que los catalanistas cruzasen el Rubicón del Código Penal en octubre, Ciudadanos no dejaba de ser poco más que el balón de oxígeno al que se aferraban ciertas élites de la sociedad civil conscientes de que solo Rivera, con su pasado impoluto y su expediente sin mácula de corrupción, podía destruir la estrategia transversal de Podemos. Una estrategia, la inicial de Iglesias, que se había convertido en un peligro sistémico muy tangible y real, más allá de las exageraciones periodísticas de rigor. Ciudadanos obligó con su irrupción en el plano nacional a que Podemos se tuviera que reposicionar dentro del eje convencional izquierda-derecha. Una mutación forzada que acabaría bien pronto con sus posibilidades de alcanzar el poder. Los obligó a emprender el viaje de vuelta a la disputa de siempre con el PSOE, la que había sido la seña de identidad estratégica de Izquierda Unida. Un camino que conduce a cualquier parte menos a la Moncloa.

Podemos quería morar de forma indefinida en el espacio cómodo y sin barreras de la indignación ecuménica, no en el estrecho y acotado redil de la izquierda al que los condujo Ciudadanos. Ese fue el gran éxito táctico de Rivera. Pero ahí habría acabado casi todo de no ser por el inopinado extravío final de Puigdemont con la proclamación del Estat Català. Porque Ciudadanos nunca habría logrado adentrarse con éxito en los feudos seculares del Partido Popular en la España profunda sin lo que pasó en octubre en Cataluña. Sus malos resultados en las autonómicas gallegas (el País Vasco es un caso distinto por la distorsión que introduce la existencia del concierto económico) fueron un entremés de lo que podían esperar de esas plazas en el futuro. Y en esto llegó Puigdemont. En Soria, en Lugo, en Cáceres o en Oviedo nada tendría que rascar ahora mismo un partido como Ciudadanos de no ser por Puigdemont. Ciudadanos va a ganar las próximas elecciones y Rivera va a ser el próximo presidente del Gobierno no por lo que proponga o deje de proponer su programa electoral, sino porque ahí, en Soria, en Lugo, en Cáceres y en Oviedo, en la España profunda, se está gestando el gran castigo histórico al PP y al PSOE. Un castigo ejemplar, el que compartirán Rajoy y Sánchez, que quiere sancionar todo lo que han permitido populares y socialistas a lo largo de los últimos treinta años en Cataluña. La patada la va a recibir en su culo Rajoy. Pero será una patada destinada también a Zapatero, a Aznar y al último Felipe. A todos cuantos miraron alegre, insensatamente para otro lado mientras que los catalanistas iban, poco a poco, implementando todos los detalles del proyecto de traición a España que se consumó el 1 de octubre. He ahí el único secreto de la irresistible ascensión de Ciudadanos. La suerte ya está echada.

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