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José García Domínguez

Lengua y patria

El problema era cómo dar con el modo de extirpar el uso social del castellano a fin de expulsarlo de las laringes de los catalanes.

El problema era cómo dar con el modo de extirpar el uso social del castellano a fin de expulsarlo de las laringes de los catalanes.
Pancarta independentista en una escuela catalana | EFE

Josep Benet, aquel pío catalanista montserratino de misa diaria que acabaría siendo el candidato de los comunistas del PSUC a la Presidencia de la Generalitat restaurada cuando Pujol aún era apenas un turbio banquero local con alguna ínfula mesiánica pero a quien nadie suponía capaz de desbancar electoralmente a la izquierda doméstica, escribió, allá por 1977, lo que sigue: "Se tortura a nuestros niños durante los primeros años de la escuela aprendiendo en una lengua que no es la suya". Martirio que en el mismo texto, un librito muy celebrado en su momento que llevaba por título Combat per la Catalunya moderna, era calificado de "crimen" y de "hecho inhumano". Un horrible crimen inhumano que, huelga decirlo, dejó de serlo en el justo instante en que el mismo Benet, ya reconvertido en otro ferviente servidor en nómina del pujolismo con mando en plaza, comenzó a torturar a la mayoría de los niños catalanes, quienes como es tan sabido como silenciado aún hoy siguen teniendo por lengua materna el castellano.

El problema, pues, no eran los niños y sus derechos y necesidades pedagógicas, asunto que ha resultado siempre indiferente a los catalanistas, sino la presencia ingrata del castellano en el territorio que quieren suyo. Más concretamente, el problema era cómo dar con el modo de extirpar su uso social a fin de expulsarlo de las laringes de los catalanes. Porque su gran obsesión desde siempre no es proteger el catalán, sino perseguir al castellano. Por eso se oponen con iracundo fanatismo recurrente al bilingüismo, su particular bestia negra. Por lo demás, todo es mentira. Mentira es que aquí, en Cataluña, exista consenso ninguno en torno a esa cuestión, la de las lenguas legítimas y las lenguas perversas. De ahí que los catalanistas de todos los partidos lleven más de 30 años negándose en redondo a efectuar la menor consulta a los ciudadanos sobre el asunto. Acabamos de verlo, la simple conjetura teórica de que los padres catalanes pudieran sugerir cuál es su preferencia particular a ese respecto les suscita auténticos brotes psicóticos. Los saca literalmente de quicio.

Mentira es que, aquí, en Cataluña, el dominio de las dos lenguas esté garantizado por el sistema de inmersión. Basta reparar en el precario, elemental, tosco manejo de la lengua nacional por parte del grueso de los diputados y senadores catalanistas para certificar la matriz fulera de ese aserto interesado. Mentira es que, aquí, en Cataluña, se aplique un modelo lingüístico homologable a los que rigen en otras naciones plurilingües. Porque también faltan a la verdad cuando citan el ejemplo de Quebec. El sistema escolar de Quebec no es, por mucho que insistan en seguir engañando a su audiencia, como el catalán. Y no lo es porque, a diferencia de lo que aquí ocurre, la inmersión en idioma francés resulta ser voluntaria, sí voluntaria, para los niños cuya lengua materna sea el inglés. Nada que ver, pues, con la aberración catalanista. Pero es que tampoco en Finlandia, la tan loada Finlandia, existe nada remotamente parejo. Allí, la población de habla sueca recibe la instrucción escolar en su propio idioma, el sueco. Mentira es, en fin, que la proscripción del castellano en nuestras aulas haya favorecido cohesión social alguna. Salvo que los catalanistas y sus colonias intelectuales de Vallecas llamen ahora cohesión social al feroz enfrentamiento casi físico en que andamos enfrascados los moradores de Cataluña por culpa de su maldito procés, de su maldito fanatismo indigenista y de su maldito racismo latente. Y Méndez de Vigo haciéndose el gracioso con la casilla del impreso.

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