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José García Domínguez

Rivera ya es parte del problema

Con sus alegres juegos de manos estratégicos, Rivera está a punto de conseguir que Podemos condicione de modo permanente las decisiones del Consejo de Ministros.

Con sus alegres juegos de manos estratégicos, Rivera está a punto de conseguir que Podemos condicione de modo permanente las decisiones del Consejo de Ministros.
EFE

Los partidos políticos españoles, todos, sin excepción, prefieren someter el país a la incertidumbre errática de que haya que repetir las elecciones generales cada ocho o nueve meses, con los innumerables costes asociados para la comunidad que ello implica, antes que renunciar a cualquier mínima ventaja táctica que les pueda ofrecer a cada uno de ellos este nuevo estado de ingobernabilidad crónica, el que ha venido a sustituir al tan denostado bipartidismo de la tan denostada vieja política. Es una manifestación, la enésima, de un rasgo también crónico de la política española: la ausencia de genuino patriotismo entre nuestras élites rectoras. Porque si por patriotismo entendemos anteponer el interés general de la nación a los afanes particulares de este o aquel grupo de interés, es evidente que esa altura de miras ha estado ausente en demasiados de los momentos más decisivos por los que ha pasado nuestro país en la época contemporánea. Bien al contrario, aquí lo que siempre prevalece por norma es el vuelo gallináceo tan propio de esa forma de mediocridad corporativa que algunos llaman patriotismo de partido. Por patriotismo de partido, o sea por primar los intereses inmediatos de sus siglas por encima de los de la nación, la derecha política española, representada en aquel momento por Alianza Popular, incurrió en la estúpida imprudencia temeraria de aliarse de facto con la extrema izquierda comunista en el referéndum de la OTAN. Y solo por tratar de expulsar del Gobierno a Felipe González. Una locura.

La misma imprudencia estúpida y temeraria que, tantos años después, llevó a que el Partido Popular, y por lo mismo, solo por tratar de echar al PSOE de la Moncloa, votase en contra del plan de ajuste de Zapatero en un instante dramático en el que España estuvo a punto ser empujada a la bancarrota por la presión de los mercados internacionales de deuda. Otra locura y otro desastre que solo se logró evitar en el último segundo gracias a los votos de dos diputados de CiU. Pero era más importante, mucho más, derrotar a Zapatero en las Cortes que evitar que España quebrara. La derecha es así. Pero es que la izquierda no es distinta. Son iguales. O peores. Véase Pedro Sánchez, que hace apenas un cuarto de hora estaba dispuesto a que España deviniera la nueva Italia caótica de finales del siglo XX, forzando una tercera repetición consecutiva de las elecciones, todo con tal de impedir que el entonces candidato del Partido Popular fuese investido en el Hemiciclo. Hizo falta un golpe de estado en toda regla dentro del PSOE, recuérdese, para que España pudiera tener un Gobierno. Gobierno que el mismo Sánchez se apresuró a tumbar a las primeras de cambio, sabiendo de sobras que su defenestración nada estable podría alumbrar. Como en efecto ocurrió. Y ahora llega Albert Rivera, la ansiada gran solución a la que le ha faltado tiempo para convertirse en parte del problema, a acabar de arreglarlo.

Rivera, que tiene en su mano la posibilidad de evitar que sigamos inmersos en la espiral de inestabilidad institucionalizada, pero cuya incapacidad de anteponer sus muy privados intereses personales a los del país le impide conceder el gesto de rectificación que toda la España sensata le está reclamando a estas horas. Porque el problema no son los separatistas, ya no. Esquerra y PDeCAT, una vez leída la sentencia a las partes por el presidente de la Sala del Supremo, algo que ocurrirá en septiembre, ya no tendrán más salida que echarse al monte. Otra vez. Con los líderes golpistas condenados en firme a largas penas de reclusión, sus bases no les permitirían bajo ningún concepto cualquier eventual entente con el Gobierno. Eso sería impensable. A partir de septiembre, por tanto, tanto el PDeCAT como ERC dejarán de existir como actores parlamentarios a tener en cuenta en los juegos de alianzas. Y eso refuerza a Podemos en tanto que único soporte significativo de un Ejecutivo de Sánchez que ambicione completar los cuatro años de la legislatura. Con sus alegres juegos de manos estratégicos, Rivera está a punto de conseguir, pues, que Podemos, el fracasado Podemos, condicione de modo permanente las decisiones del Consejo de Ministros del Reino de España. Sí, de modo permanente. Palabras mayores. Lo dicho, Rivera ya es parte del problema.

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