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José Luis González Quirós

Metáforas de la política

La democracia no puede funcionar con eficacia si los representantes se olvidan del interés común o se refugian en paraísos artificiales.

La democracia no puede funcionar con eficacia si los representantes se olvidan del interés común o se refugian en paraísos artificiales.

En España la política está tan desprestigiada que muchos tienden a pensar que debiera reducirse a defender las propias convicciones. No está mal exigir convicciones a los políticos, pero las convicciones son solo la base de la política, solo con ellas no se construye ningún edificio, salvo que se trate de un monumento a la autocomplacencia. Las convicciones son necesarias, pero no suficientes. Platón, nada menos, comparó en El Político al buen gobernante con el tejedor, con alguien que sabe conjuntar hebras distintas para hacer un tejido más sólido. Eso es lo primero que tiene que hacer un político, tejer, aunar, crear una red fuerte, un entramado en el que las hebras diversas se potencien, se defiendan y, por ello, se hermoseen. Esto es lo que ha hecho grandes a las grandes naciones, y esa ausencia de grandeza en la situación española nos está llevando a la ruina histórica y económica, a España y a todos los españoles. Nos merecemos políticos de verdad, con convicciones, pero con el arte de tejer muy suelto, sabiendo que el destino colectivo, de una nación, de un partido, depende de la sabiduría, la paciencia y la prudencia de los tejedores, porque no basta con decir muy alto cuatro verdades, hay que persuadir, que juntar, que tejer, y estamos demasiado deshilachados como para olvidarlo.

De Platón a Aristóteles, que defendía que la virtud siempre convive con cierto equilibrio bajo la guía de la prudencia. La política no se puede tejer ni sin principios ni con principios incapaces de trenzarse en texturas más sólidas: hay que buscar un sendero igualmente lejano de ambos extremos. Hacer política significa ejercitarse en el arte de alumbrar fórmulas creativas que permitan la coexistencia, que potencien la libertad, que respondan a un juego de responsabilidades mutuamente exigibles. Es importante recordarlo porque es obvio que el marxista grouchiano no puede tejer nada. Si se parte de que los principios son disponibles, de que si a alguien no le gustan los que tenemos podemos utilizar otros, lo que ocurre es que es imposible hacer trenza alguna, y todo lo que puede ocurrir es que nos arrojemos en brazos del que sí cree, o dice creer, en algo, más que nada por comodidad. Pero tampoco se puede hacer política desde una posición de absoluta inflexibilidad en la que no hay nada que hablar con nadie, nada que negociar. La política es el arte mismo de hacer real lo que sea posible, dejando lo imposible para los demagogos, sin condenarse a vivir de sueños, pero sin dejar de empeñarse en que lo ideal se acerque a lo efectivo, poco a poco, pero sin pausa, porque parar en esa tarea incesante es caer en el hondo pozo del desastre. Ese ejercicio que es la política no puede confundirse con la mera retórica capaz de legitimar un verdadero destejer como el que ahora padecemos, más desilusión, más desigualdad, más división, más cinismo. De nada nos servirá la confianza en las virtudes teóricas de la democracia si no somos capaces de erradicar las conductas que las desmienten día a día, la corrupción, el intervencionismo de los partidos, el maniqueísmo político que apenas alcanza a ser una máscara de un efectivo acuerdo que se quiere disimular en el reparto del botín público. No podemos conformarnos con una democracia incapaz de ser autocrítica, de someterse a revisión, que quiera vivir indefinidamente del razonable proceso de sobrelegitimación con el que los españoles recibimos al régimen que se abría tras la Transición. Ya no podemos disculpar los errores con legitimidad formal, ya no podemos ignorar que la crisis en que vivimos por largos años no solo ha supuesto paro y pobreza sino desajustes institucionales, desprestigio creciente de los políticos y de las magistraturas mismas.

Muchos se contentan con una explicación que no ahonda en las raíces del problema, y hablan, no sin fundamento, de la casta política, de que se ha consolidado un sistema en que la representación tiende a desaparecer y, en su lugar, se instala un juego artificioso de intereses que favorece indefectiblemente los intereses electorales y políticos de los dirigentes, una lógica política crecientemente mafiosa. Es realmente notable que las fuerzas políticas no sepan darse cuenta de que su actuación no hace sino abonar esa hipótesis tan ingrata y no sean capaces de encontrar fórmulas operativas para combatirla.

La democracia no puede funcionar con eficacia si los representantes se olvidan del interés común o se refugian en paraísos artificiales, en privilegios sin cuento. Es un escándalo que tengamos más aforados que procesados, y estos se cuentan por miles. Es insoportable que sus colegas supuestamente inocentes les defiendan, que prefieran la impunidad al posible deshonor, logrando, por cierto, un desprestigio devastador. No puede subsistir una democracia si se vive en la sospecha de que los políticos anteponen por principio sus intereses personales o de grupo al bien común, al servicio que deben a sus votantes y a todos los españoles.

Este tipo de políticas no encuentra amparo en la metáfora del tejedor, porque lo que tejen, más o menos a oscuras, solo sirve para desgarrar un tapiz más amplio capaz de representar un escena admirable. La política sin voluntad de trenzar es inevitablemente cancerígena, lleva a la disolución y genera, como lo vemos cada día, unas metástasis, porque la insolidaridad, el egoísmo particularista no puede encontrar ninguna clase de freno razonable a la codicia y a la exageración ridícula de lo que se tiene como propio.

Claro es que la tarea de tejer exige un modelo previo, exige un fin que los tejedores no pueden poner en cuarentena y que deben compartir si quieren acabar la obra.

En España padecemos un modelo político que se comporta con varias disfunciones graves. En primer lugar, los dos grandes partidos fingen una oposición radical, hasta el punto de poner en riesgo la unidad moral de la Nación, para, a cambio, practicar una política de acuerdos efectivos y disimulados que beneficia a ambos. Basta recordar el pleno dedicado el verano pasado a someter a examen los efectos del llamado caso Bárcenas para comprender hasta qué punto Rajoy y Rubalcaba han acabado por ser las dos caras de una moneda de cambio que beneficia a ambos en perjuicio de todos los demás. La debilidad de ambos es su mayor fortaleza, se protegen y se necesitan y no hacen nada que desmienta ese pacto hipócrita, desde acatar o aplaudir la doctrina Parot, hasta acordar la sujección de los jueces o pasar a puro cuento chino cualquier caso Faisán que pueda molestarles.

Ambos grandes partidos se esmeran en no tejer en interés común, pero sí en mantener el statu quo de ambos en su mutuo beneficio. No tocarán nada en el sistema que ponga en riesgo sus mayorías relativas. No atajarán nada que perjudique a los españoles pero pueda venirles bien. Seguirán impertérritos jugando un juego en el que ya han adquirido maestría pero en el que nada ganamos los electores. Hacen falta nuevos tejedores que quieran conseguir algo más que permanecer ellos al timón aunque sea para no llevarnos a ninguna parte. Y esa necesidad no se impondrá si, desde abajo, y eso es la democracia, no la impulsan los ciudadanos abriendo paso a una política distinta, olvidando un maniqueísmo hipócrita e interesado, y dando paso a un mayor sentido del compromiso y de al responsabilidad.

José Luis González Quirós, profesor de Filosofía en la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid) y vicepresidente del Comité Ejecutivo provisional de Vox.

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