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José Luis González Quirós

Una falta de respeto

Tienden a convertir sus intervenciones en una comedia bufa. Hoy ha alcanzado cimas propias de espectáculos de cabra y trompeta.

La sesión celebrada este miércoles en el Congreso de los Diputados para aprobar la Ley orgánica necesaria para que el nuevo Rey pueda tomar el relevo tras la abdicación de Don Juan Carlos ha mostrado con una claridad meridiana la falta de respeto que una serie de formaciones políticas tienen hacia los ciudadanos, hacia la democracia y hacia sus representantes, y, en último término, lo muy poco que se respetan a sí mismos.

La tendencia a convertir sus intervenciones en la sede de la soberanía nacional en una comedia bufa no ha ido a menos en una sesión tan singular, sino que ha alcanzado cimas propias de los espectáculos de cabra y trompeta. ¿Cuesta tanto entender que las opiniones minoritarias no tienen derecho a poner en entredicho el marco en el que obtienen presencia, audiencia y respeto? Que cierta izquierda se deje llevar por su condición radicalmente antidemocrática, pues no puede haber democracia sin orden y sin ley, puede parecer normal, pero no lo es en absoluto. Que un líder comunista se atreva a relacionar sus torpes palabras con el recuerdo de una guerra sangrienta que enfrentó a los españoles, por fortuna ya hace casi ochenta años, indica que su idea de la democracia es rigurosamente incompatible con el respeto a las mayorías, que cree que la democracia es lo que él define en sus algaradas, y que confunde la política con el indigesto batiburrillo de ideas que salen atropelladamente de su boca, y que seguramente nadie entendería de no ir acompañadas de gestos y símbolos suficientemente gruesos e intempestivos. Una persona que no conoce la diferencia entre "pedir" y "exigir", y que no reconoce que el Parlamento sea el legítimo representante de la soberanía tiene que parapetarse tras de muchas baratijas e improperios para dar la sensación de que está diciendo algo inteligible.

Lo mismo cabe decir de las formaciones nacionalistas que han buscado en esta ocasión la oportunidad para vender sus bagatelas de campanario. Resulta que empiezan a hablarnos de las repúblicas catalana, vasca y gallega como quien nos habla del Mediterráneo, de la evidencia misma de las cosas. Pero es que esas repúblicas no están en parte alguna, salvo en las confusas mientes de quienes han olvidado su condición de representantes de los españoles y dedican todas sus escasas energías a representar sus obsesiones identitarias, sus miopías morales.

Algo debería hacer la Cámara para evitar convertirse en un patio de vecindonas en momentos en que la mayoría de los ciudadanos desea tener una imagen digna y respetable de sus instituciones. Es verdad que el hecho de que ciertos elementos puedan emitir sus opiniones y sus confusas razones es una muestra de que existe libertad política, pero no dejaría de existir si la Cámara supiese dotarse de procedimientos que eviten el sonrojo de los españoles ante la confusión entre el Congreso de los Diputados y cualquier plazuela. No tenemos un órgano legislativo para que puedan exhibirse carteles que caben en cualquier esquina, sino para que se pueda desarrollar un debate civilizado, argumentado y pedagógico sobre las alternativas ante los diversos problemas que nos afectan. Ya sé que todo lo que algunos son capaces de pensar se puede resumir en un vocablo rudimentario, pero el Congreso debiera respetarse algo más de lo que lo hace y no permitir que sus bancos se conviertan en una especie de café teatro.

Una cosa más. En medio de este triste panorama se nos ha escapado la oportunidad de hacer un mínimo de autocrítica, porque ya es triste que el legislativo no haya tenido oportunidad en casi cuarenta años de afrontar con calma y prudencia una Ley orgánica que todo el mundo sabía necesaria. Se trata de un ejemplo particularmente nítido de subordinación del legislativo al ejecutivo, y de este a las urgencias del momento y a los dictados de la imagen y las encuestas. Es muy poco grato reconocer que una Ley como esta ha tenido que ser tramitada como quien hace una chapuza. Esa urgencia que produce el descuido es el mejor cauce para que los descerebrados confundan lo que están haciendo con las grandes batallas que imaginan podrán ganar alguna vez, tan escasa es su capacidad de cálculo y de discernimiento.

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