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José Luis Roldán

No todos los corruptos son políticos

Estamos más que hartos de corruptos; de corruptos de cuello blanco, de corruptos de uniforme, de corruptos de puñetas y birrete

En un país como el nuestro —donde la seguridad jurídica es materia parva; donde los jueces son torcedores de leyes; donde la arbitrariedad de los poderes públicos ha sentado cátedra; donde es casi imposible combatir jurídicamente los abusos del poder— líbrenos Dios de alguien con autoridad, porque tarde o temprano terminará abusando de ella impunemente.

El desprecio sistemático de la ley por parte de aquéllos que vienen particularmente obligados a cumplirla, es otro síntoma de la enfermedad que padece nuestro tiempo: la corrupción. Porque, no se olvide, el funcionario o autoridad que, a sabiendas, no respeta la ley y los derechos de los ciudadanos, sobre déspota, es corrupto.

Lo curioso es que este tipo de corrupción se practica con descaro tanto por los progresistas defensores del uso alternativo del derecho —en el fondo, colectivistas y amorales— como por los más conservadores defensores del orden y la legalidad ("viva el orden y la ley", dice el himno de la Guardia Civil, creo). Existen, además, ámbitos muy propicios.

Uno de ellos, creo que sobresaliente, es el de la administración de tráfico; ahí se da una nefasta conjunción: la de la burocracia de las grandes magnitudes —que supedita el derecho a la "eficacia", somete el individuo a la masa, y desvanece el caso en la estadística— con el hecho de que, por lo general, en los diferentes procedimientos participan agentes de naturaleza policial, o sea, capaces de imponer su autoridad por la fuerza.

¿Quién no ha sido víctima de algún atropello? ¿Quién no se ha encontrado con una sanción impuesta de plano, es decir, sin observar el procedimiento, sin notificación legal y sin haber podido ejercer el elemental derecho a la defensa? Además, ¿qué defensa cabe contra la actuación arbitraria de los funcionarios corruptos, si la administración los protege rechazando sistemáticamente los recursos contra sus actos? ¿Qué defensa, si la corrupción es recompensada con incrementos salariales; o sea, con participación en el botín?

No es de extrañar, por tanto, que el desprecio a la ley y a los derechos de los ciudadanos vaya en aumento y se practique cada vez con mayor desvergüenza.

Tengo ante mí un caso de corrupción demasiado frecuente, digamos habitual, al menos, por aquí: Una unidad camuflada de la Guardia Civil, identificada como 4102, sigue a un ciudadano; uno de sus agentes le espeta bruscamente, ante testigos: "…usted lo que tiene es mucha prisa. Nos adelantó en (...) y le dije a mi compañero vamos seguirlo porque terminará cometiendo una infracción". En efecto, el sospechoso terminó cometiéndola. Sólo que había un pequeño inconveniente, que la patrulla corrupta decidió obviar: la infracción se produjo ya en una vía urbana, donde la Guardia Civil carece de competencia para denunciar y sancionar, pues conforme a la Ley de Seguridad Vial (LSV) la competencia para denunciar en las vías urbanas corresponde a los agentes municipales (artículo 7 de la LSV) y la competencia para imponer sanciones a los respectivos Alcaldes (artículos 7 y 71 de la LSV).

La mayoría de los ciudadanos, sin necesidad de ser juristas, simplemente por sentido común, pensarán que un acto dictado por quien no tiene competencia carecerá de eficacia. Y, en efecto, así es; la ley los declara nulos de pleno derecho. Es decir, inexistentes.

Así es, pero, aun siendo tan evidente, para hacer valer ese derecho el ciudadano se verá obligado a pleitear. Acaba de declarar el triste ministro del ramo que la ley hay que cumplirla. Podría empezar por él mismo y por todos aquéllos que están bajo su autoridad. También nos agradaría ver algún día a la Fiscalía hacer lo que su estatuto proclama: defender la legalidad y los derechos de los ciudadanos.

Estamos más que hartos de corruptos; de corruptos de cuello blanco, de corruptos de uniforme, de corruptos de puñetas y birrete; de corruptos, en fin, de toda laya.

Aquí, donde ilusoriamente la Constitución garantiza la seguridad jurídica, la ley vale menos que el orín de los perros. Y, ya se sabe, donde no hay ley no hay ciudadanía sino servidumbre; no ciudadanos, sino súbditos.

En España

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