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José Luis Roldán

¿Quién debe ser el guardián de la Constitución?

El debate sobre el TC sería sin duda apasionante, si no fuera un debate hipócrita y, sobre cualquier otra consideración, absolutamente superfluo.

El debate sobre el TC sería sin duda apasionante, si no fuera un debate hipócrita y, sobre cualquier otra consideración, absolutamente superfluo.

En estos días se viene hablando con insistencia sobre si resulta o no adecuado, útil, provechoso y conveniente para la salud del espejismo que llamamos Justicia, y para la pervivencia de lo que suponemos democracia, que los magistrados del Tribunal Constitucional tengan militancia en los partidos políticos.

El debate sería sin duda apasionante, si no fuera un debate hipócrita y, sobre cualquier otra consideración, absolutamente superfluo.

Hipócrita, porque a nadie se le oculta que esto es un régimen partitocrático, donde los partidos políticos parasitan las instituciones del Estado y se reparten las magistraturas conforme a un sistema de cuotas escrupulosamente establecido; inspirado, probablemente, en los códigos de la edad de oro de la piratería. Hipocresía que alcanza a todas las instituciones; véase, por ejemplo, el caso del Defensor del Pueblo (o de los Defensores autonómicos): la ley prohíbe expresamente su pertenencia a partidos políticos. Sin embargo, pervirtiendo el espíritu de la ley, nos encontramos con Defensores como Enrique Múgica o Soledad Becerril, cuya militancia partidista la conocen hasta los niños de teta. Es decir, en el fondo, se retuerce el fin de la ley —que consiste en garantizar la independencia de la Institución, y transmitir al ciudadano confianza en la imparcialidad de su titular—; y todo eso se degrada en la práctica a algo que resulta chistoso: que el Defensor del Pueblo quede eximido de pagar las cuotas de militante a su partido. También ocurre con los diputados y senadores; la Constitución establece la garantía de su independencia —"no estarán ligados por mandato imperativo"—; y, no obstante, en la práctica, sucede todo lo contrario; están sujetos a un mandato férreo, incluso en el voto, y hasta padecen sanciones cuando se atreven a quebrantarlo. Los reglamentos de los partidos pisotean la Constitución; y, lo que tal vez es aún más grave, resulta aceptado de modo acrítico y fatalista, con mansa resignación, no sólo por los propios afectados sino, también, por los medios de comunicación y la ciudadanía. Hipocresía, pues.

Pero, sobre todo, debate superfluo. Porque, no nos engañemos, esta es otra de esas estúpidas e inoportunas discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles, a las que somos tan propensos cuando se trata de eludir el verdadero problema.

Y el verdadero problema consiste en determinar si el Tribunal Constitucional es realmente el garante de la Constitución. O dicho de otro modo, es el de la propia existencia del Tribunal Constitucional, y el de quién deba ser entonces el defensor de la Constitución. Cualquier otro debate es andarse por las ramas, y alejarnos del núcleo del asunto. La situación que vivimos se asemeja a la que describe Bertold Brecht en el poema "Parábola de Buda sobre la casa en llamas": está ardiendo la casa, nos quemamos la planta de los pies, y en lugar de salir precipitadamente nos preguntamos qué tal tiempo hace fuera, si llueve o sopla el viento.

Desde el primer momento (expropiación de Rumasa) el Tribunal Constitucional ha ofrecido repetidas muestras (integración de contratados afines al PSOE en la Función Pública andaluza, legalización de Sortu o Bildu, Estatuto de Cataluña) de su sometimiento partidista; lo que lo inhabilita de forma absoluta, y lo hace justo acreedor de su descrédito.

Los llamados "padres de la Constitución", aunque eximios, más padrastros que padres, conocieron sin lugar a dudas la controversia entre Carl Schmitt (La defensa de la Constitución) y Hans Kelsen (¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?), de manera que sería una ingenuidad pensar que los males que padece nuestro modelo de garantías constitucionales son sobrevenidos.

El reparto de la herencia que hicieron los "padres", albaceas del franquismo, en el acta fundacional de la partitocracia, también llamada Constitución, incluyó un sistema de garantías que, precisamente, garantizara eso: la integridad indisoluble del régimen.

Lo dijo Kelsen en la obra de la que he tomado prestado el título del artículo: hay muchos temas, acerca de las garantías constitucionales, sobre los que es posible discutir seriamente. Pero, "sólo una cosa parece estar fuera de discusión, algo que es de una evidencia tan primaria, que casi parece innecesario destacarla... que el control de la constitucionalidad... de los actos del Parlamento o del Gobierno... no pueda ser transferido al órgano cuyos actos deban ser controlados... Pues sobre ningún otro principio jurídico se puede estar tan de acuerdo como que: nadie puede ser juez de su propia causa".

Los "padres de la Constitución" lo sabían perfectamente, eran gente conspicua, casi todos catedráticos. Por eso hicieron justo lo contrario de lo que Kelsen consideraba indiscutible.

Franco, un visionario, lo auspició: "Todo está atado y bien atado".

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