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José Luis Roldán

Sin resignación, sin esperanza

Tal vez, como los bueyes, estemos hechos para el yugo.

Sabido es que la esperanza es una redomada embaucadora -no me refiero a la Shoshi de Triana-, que camina siempre dos pasos por detrás de la realidad -aunque hable en tiempo futuro- sin alcanzarla nunca. Mil veces, quienes ya ni tememos ni esperamos, hemos advertido a los candorosos: lasciate ogni speranza…; y no por ello ha dejado de afligirnos observar como esa tierna gente pena de tristeza en tristeza persiguiendo un sueño imposible: el de una Andalucía libre, próspera y decente.

Los sondeos de opinión más diversos vuelven a augurar lo que algunos supimos hace tiempo: que las futuras generaciones no conocerán esa Andalucía imposible. Este éxodo dura ya tanto como el de Moisés y, sin duda, lo superará; la diferencia es que aquí no hemos dejado atrás la servidumbre y ni en sueños se vislumbra la tierra prometida. Nos preguntábamos el otro día, parafraseando unos versos de La vida es sueño, qué delito habíamos cometido los andaluces para merecer el castigo terrible de un régimen inútil y pernicioso. Un lector perspicaz, al que agradezco especialmente el comentario, dio la respuesta con otra pregunta cargada de ironía: ¿acaso votarlos?

En efecto, aunque dé vergüenza decirlo. Ciertamente, votarlos es la causa principal. Es así, para vergüenza nuestra. El régimen, valiéndose del poder tremendo de la propaganda y el adoctrinamiento, ha convertido la ciudadanía en masa acomodaticia; y ha conseguido, a la postre, que actúe como los imbéciles: en perjuicio propio y sin beneficio para nadie.

Hannah Arendt lo sabía y lo dijo: los totalitarismos sólo son posibles allí donde existen masas incapaces de reconocer sus propios intereses. Las masas no se mantienen unidas por la conciencia de un interés común y carecen de esa clase específica de diferenciación que se expresa en objetivos limitados y obtenibles… Es más, los regímenes totalitarios gobiernan y se afirman con el apoyo de las masas.

La sacrosanta voluntad de las masas nos ha deparado estar cada vez más lejos de Europa y más cerca de Venezuela y Cuba. Los hombres de luz, cegados por tan intenso fulgor, desorientados, han dado la espalda no sólo al progreso, sino, también, a la decencia.

La realidad no engaña; esta es la triste imagen de nuestra tierra: corrupción, mucha corrupción, sólo corrupción, todo corrupción; y pobreza. Educación, poca educación, mala educación; y mucho adoctrinamiento. Trabajo, poco trabajo (tasa de paro: 37%) y malo (liderando las tasas de precariedad laboral y mileurismo). Además, la crisis económica, en lugar de avivar el seso y despertar conciencias, ha servido, paradójicamente, para acrecentar la mole acrítica y sumisa. Aquí hasta las catástrofes -ya sean por natura, o por humana industria- benefician al régimen; vean, si no, en las hemerotecas lo que termitas, inundaciones, fuegos, crisis y humanas negligencias han hecho por la supervivencia del régimen.

Aquí todo parece ser de otra manera. Uno mira a su alrededor y sabe, y constata, que ninguna otra sociedad soportaría mansamente lo que aquí sucede. Puede que seamos distintos. Tal vez, como los bueyes, estemos hechos para el yugo.

Entonces, ¿qué esperar? ¿Podría ser de otro modo? Además, visto lo visto (¿eres tú, acaso, el enviado; o hemos de esperar a otro?), mejor no esperar nada; como dijo un bonachón personaje de una película de Alfred Hitchcock: bienaventurados los que nada esperan, porque no quedarán decepcionados.

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