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José Luis Roldán

¡Viva el rey Abós!

Tendremos que acomodarnos a lo que siempre hemos sido, al menos desde hace cinco siglos, un país fracasado, condenad a elegir entre dos males

Entre los tiernos recuerdos de una infancia feliz, conservo vivamente el de las matinés en el cine Principal (con sus anuncios publicitarios en el descanso, a mitad de película, cuando, por aquello de cambiar las bobinas, la empresa hacía de la necesidad virtud para engordar el negocio: "visite nuestro selecto ambigú", o aquél otro: "se vende Sanglas seminueva, razón en esta empresa" de tan poco éxito, a juzgar por la cantidad de años que estuvo exhibiéndose, toda una generación). Y recuerdo cómo el chiquillerío que abarrotaba la sala gritaba, ante el inminente e inevitable desenlace en el que la virtud triunfaba sobre la felonía, el eslogan canónico e ininteligible: ¡Viva el rey Abós, estribor ha muerto!, mientras los zapatazos en el entarimado amenazaban con echar abajo el cine, y los acomodadores perdían los nervios ante tamaña falta de decoro y disciplina. Luego supimos -ya en el instituto- el verdadero significado de la voceada consigna infantil: ¡Viva el Rey a voz, el traidor ha muerto!

Fuera de esos ingenuos arrebatos infantiles, tan fervorosos como lejanos, nunca he sentido pasión por la institución monárquica. La corona, en sus orígenes, siempre estuvo vinculada a la posesión efectiva del poder. La ley del más fuerte era su razón; es decir, rey era el que se imponía por la fuerza. Luego, cuando fuimos alejándonos de la animalidad, la razón buscó otros fundamentos más sutiles en la ciencia política: el derecho divino y el principio dinástico.

Sea como fuere, mi condición de animal sedentario, de sillón reclinable, se acomoda poco al esfuerzo que requiere el uso de la fuerza como argumento supremo; tampoco mi razón se aviene a los legados divinos, y mucho menos confío en las virtudes de la genética, o en que las virtudes sean transmisibles mediante la genética; a la vista están los resultados. O sea, que no me gusta.

¿Por qué en la España del Siglo XXI rige la Ley Sálica que impide reinar a la primogénita del monarca? ¿Por qué no se ha reformado la Constitución durante estos 35 años de vigencia, para evitar una inaceptable discriminación?

¿Cómo el feroz feminismo patrio no ha puesto el grito en el cielo y se ha rasgado las vestiduras –mostrándonos los senos, como es ahora moda en las protestas- ante la suprema discriminación? ¿Dónde han estado, tan calladas, siendo de natural tan dadas al cotorreo, todas esas ministras Vogue de Zapatero, las Bibianas, las Pajín, las Valenciano, etc…?

Tal vez estas preguntas no tienen respuesta porque la respuesta sería una negación de los principios sobre los que sustentan el hecho monárquico. Tampoco, dicho sea en honor a la verdad, nos merecemos que nos den ninguna explicación. ¿Cuándo nos han respetado, esos que pueden dar explicaciones? No van, pues, a empezar ahora.

Y es que, nada hay aquí que no acabe siendo farsa o esperpento. Es decir, aquí, comenzando por la cabeza, todo es artificio, engaño y apaño.

¿República, entonces? Sería lo conveniente. Ahora bien, ¿Se imaginan al Presidente de la República, perteneciente al Frente Popular-nacionalista, por ejemplo, Cayo Lara, o Pablo Iglesias o Junqueras, "cohabitando" con un gobierno de derechas? Sin duda, el país sería ingobernable; sería el caos, o algo peor.

¿Se imaginan, además, lo que nos costaría? ¿Se imaginan el enjambre de asesores de la oficina del Presidente? ¿Se imaginan las costosas prebendas y privilegios de los expresidentes, que obviamente no iban a ser menos que las de un expresidente del gobierno? ¿Se imaginan que tras el presidente de la república vendrían todas las comunidades-estados-naciones instituyendo una figura similar para hablar de tú a tú a su igual? ¿Se imaginan, pues, que la república nos traería una legión —como la piara evangélica de cerdos— de "presidentes" y "expresidentes" hozando el solar patrio, que nos costarían como todas las casas reales de Europa juntas?

No. Aquí sólo será viable y deseable la república cuando el país se haya librado de la partitocracia; cuando los políticos no sean una casta sectaria y cleptómana; cuando seamos una sociedad civilizada y con criterio. Cuando, en verdad, haya democracia.

Hasta que eso ocurra, si es que llega a suceder, tendremos que acomodarnos a lo que siempre hemos sido, al menos desde hace cinco siglos, un país fracasado, condenado permanentemente a elegir entre dos males. Elijamos, pues, el menor de ellos.

En España

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