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José María Marco

El 11-S y sus consecuencias

El 11-S venía a la luz lo que el final de la Guerra Fría había relegado a un segundo plano: la existencia de un enemigo que se nutría de una realidad distinta.

El 11-S venía a la luz lo que el final de la Guerra Fría había relegado a un segundo plano: la existencia de un enemigo que se nutría de una realidad distinta.
Varias personas con banderas estadounidenses miran el terrible horizonte de Manhattan desde Nueva Jersey, durante los ataques del 11 de septiembre de 2001. | Cordon Press

Los atentados del 11-S vinieron precedidos de algunos signos premonitorios: la bomba en el aparcamiento del World Trade Center de 1993 (seis personas asesinadas), que señaló a las Torres Gemelas como un objetivo prioritario para el terrorismo islamista, y el ataque suicida al destructor USSCole, en octubre de 2000 (17 marineros muertos), indicaron una voluntad manifiesta de provocación, destinada a suscitar alguna clase de respuesta militar. (Desde la revolución iraní, los atentados islamistas contra instalaciones norteamericanas se habían sucedido regularmente: uno de ellos en Madrid, en 1985, en el restaurante El Descanso, donde fueron asesinadas 18 personas). Por otra parte, en 2001 en España en 2001 seguíamos viviendo en plena ofensiva del terrorismo nacionalista: aquel año hubo 13 atentados mortales, con 15 personas asesinadas. Luego comprenderíamos que aquel otoño iba a señalar el principio del declive de la ETA, pero entonces no lo sabíamos. Tras el colapso del comunismo, entre 1989 y 1991, había triunfado el orden liberal y democrático, pero seguíamos lejos de ese mundo perfecto que era como se traducía, en términos cotidianos, el célebre fin de la Historia.

Aun así, la brutalidad y la espectacularidad de los ataques del 11-S superaban lo que la imaginación más calenturienta hubiera imaginado nunca. Habíamos entrado de pronto en un mundo nuevo, que cerraba, y con qué violencia, lo que en ese mismo instante apareció como un paréntesis abierto en 1989-1991. Era imposible pensar en un desafío más radical y más consciente a los vencedores de la Guerra Fría, y más en particular a quien había liderado la contención y la lucha contra el comunismo (después de haberlo hecho contra el totalitarismo fascista). Desde el primer momento, todo el mundo entendió la nueva situación en términos bélicos, aunque la respuesta propiamente militar, con la invasión de Afganistán, tardó en llegar casi un mes, hasta el 7 de octubre.

Los atentados del 11-S fueron comprendidos por tanto como un ataque directo a Estados Unidos, un ataque como el país no había padecido jamás, y quedó planteada la cuestión de que EEUU se enfrentara a una amenaza existencial. Hoy ese miedo parece exagerado, pero eso se debe en buena parte al éxito de las medidas de prevención puestas en marcha desde entonces. En aquel momento no había ninguna razón para no pensar que los terroristas islamistas de Al Qaeda, capaces de organizar un ataque tan complejo como aquel, no tenían la capacidad de organizar ataques con material radioactivo o con otra clase de sustancias, que provocarían miles de muertos y acabarían desestabilizando la sociedad y la política norteamericanas.

Por extensión, todas las democracias liberales se encontraban bajo la misma amenaza, que hacía peligrar bajo una forma completamente nueva su misma naturaleza: por la posible desestabilización a medio plazo y, de buenas a primeras, por la necesidad de formular un nuevo equilibrio entre seguridad y libertad. La ola de terrorismo de los años 70 había puesto muchas cosas en cuestión, pero nada comparado con los controles y las exigencias que a partir del 11-S se impusieron a una ciudadanía que no tuvo más remedio que aceptarlos y hacerlos suyos.

Habíamos entrado en una nueva era caracterizada por la inseguridad, agravada por la naturaleza misma del agente que la causaba: no un imperio ni un Estado, tampoco un ejército regular, ni siquiera una red de espionaje como las de la Guerra Fría. Ahora se trataba de grupos terroristas transnacionales, con militantes fanatizados dispuestos a cualquier cosa y con raíces en una realidad cultural religiosa que las democracias liberales se habían empeñado en desconocer. Combinaba, de una forma extraordinariamente desconcertante –todavía hoy– para la mentalidad occidental, dos factores: por un lado, algo que esta mentalidad cataloga como arcaísmo, en cuanto a las costumbres, las relaciones sociales, la dimensión de la política y la presencia de la religión y la tradición, y, por otro, una casi insultante hipermodernidad, en el uso de la propaganda, en el control de los flujos financieros y de información, en la presencia en lo que entonces empezaba a aparecer como un mundo en red.

El 11-S venía por tanto a sacar a la luz lo que el final de la Guerra Fría había relegado a un segundo plano: la existencia de un enemigo que se nutría de una realidad distinta, ajena a los referentes políticos y morales de los ganadores de aquélla. También aclaraba que, además de ser algo más que un residuo, lo que allí se había manifestado era capaz de utilizar los medios y las posibilidades que la victoria sobre el comunismo había abierto. La globalización, y sus beneficios, podía ser utilizada, y de hecho lo era ya, contra ella misma, que adquiría un aspecto distinto.

Ante esta nueva situación, las democracias liberales, y muy en particular Estados Unidos, reaccionaron poniendo en marcha una respuesta bélica, esperada desde el primer momento, primero en Afganistán y luego –mucho más discutida– en Irak. De modo difícil de evitar, e impulsadas también por la sensación de victoria tras la caída del Muro de Berlín, aquellas intervenciones evolucionaron hacia los intentos de construcción nacional (nation building) y puesta en marcha de sistemas democráticos. El resultado final del experimento lo hemos visto estos días, con la salida de Estados Unidos de Afganistán. El fracaso en este punto no significa que fracasara todo lo demás. Las democracias liberales han conseguido establecer nuevos equilibrios entre seguridad y libertad, esta no ha entrado en quiebra y las intervenciones militares, junto con el desarrollo de otras formas de prevención, han impedido nuevos ataques como aquel y lo que después del 11-S parecía casi inminente.

La inseguridad sigue ahí, sin embargo, reforzada por una situación que significa el triunfo de una forma distinta de globalización, ajena a los valores democráticos y liberales que sustentaron la primera, y que legitima y respalda a mentalidades y regímenes de una naturaleza distinta. El triunfo del capitalismo no había traído aparejado el triunfo de la democracia liberal. El 11-S llevó pronto a aceptar las limitaciones de la democracia en su intento de convertirse en el régimen universal, pero también, a más largo plazo, a una crítica de la democracia liberal que prolongaba y renovaba las críticas hechas ya en los años 70 en nombre no del comunismo, sino de la libertad (e incluso del libertarianismo anarquista) y de la identidad, colocada en el centro de una realidad que ha triunfado otra vez, como en tiempos del marxismo aunque no del mismo modo, la sospecha sobre todo aquello que pretenda aspirar a la universalidad o, al menos, a representar el bien común.

Eso es –también– lo que el 11-S pulverizó, abriendo un mundo cuya forma definitiva estamos todavía muy lejos de imaginar siquiera. De hecho, y aunque hayan quedado superados los miedos de aquellos meses, desde entonces la sensación de inseguridad y precariedad no ha hecho más que aumentar.

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