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José María Marco

La batalla de Faluya

El deslizamiento hacia un enfrentamiento sectario –es decir, religioso– cada vez más parece una réplica de la guerra de Siria.

El deslizamiento hacia un enfrentamiento sectario –es decir, religioso– cada vez más parece una réplica de la guerra de Siria.

La ciudad de Faluya, al oeste de Bagdad, fue el escenario de dos de las batallas más duras de la guerra en 2004. Las tropas norteamericanas intentaron recuperar el control de la ciudad, en manos de los insurgentes, en abril. No lo consiguieron y por fin, después de combates devastadores, se hicieron con el control en noviembre. También fue el escenario de algunos de los crímenes más terribles: así, el 31 de marzo cuatro empleados de la empresa de seguridad Blackwater recibieron una paliza en plena calle, y sus cadáveres fueron quemados y arrastrados hasta un puente sobre el Éufrates, donde fueron colgados.

Hoy, en Faluya los combates enfrentan al Ejército iraquí y a fuerzas del grupo terrorista EIIL, que tomaron el control de la ciudad el pasado mes de enero. Más aún, el EEIL se ha ido estableciendo en las provincias de Anbar y Diyala y al sur de Bagdad, exactamente las mismas zonas desde las que Al Qaeda, su antecesora, amenazaba hace diez años la capital del país. Parece que el Ejército está en vías de volver a tomar el control de Faluya, lo que demostraría que ha logrado reunir las fuerzas que hasta ahora le faltaban para limpiar la ciudad de rebeldes. Así detendría su avance hacia la capital, lo que sería una victoria simbólica y estratégica.

La violencia no desaparecerá, a pesar de todo. En lo que va de año se ha cobrado cerca de 4.000 vidas, una cifra que no está lejos de los tiempos de la guerra. Se salvan las provincias kurdas, en el norte del país, con un Ejército propio que está consiguiendo mantener el orden.

La toma de Faluya es un requisito imprescindible para no echar a perder el efecto estabilizador de las elecciones que tuvieron lugar el 30 de abril. Los resultados arrojan una victoria del partido chiita del presidente Nuri al Maliki, aunque sin mayoría absoluta, lo que le obligará a alianzas parlamentarias. La gestión de Al Maliki ha suscitado las críticas, muy duras en ocasiones, de sus antiguos aliados, entre ellos los kurdos, los sunitas e incluso de los chiitas. La tarea no será fácil, por lo que la toma de Faluya se convierte en una demostración de fuerza de primera utilidad.

Estas elecciones son las primeras que se celebran desde que los norteamericanos dejaron el país, a finales de 2011. Constituyen de por sí una prueba crucial para la supervivencia del régimen iraquí y el futuro político de Al Maliki. Por eso la nueva batalla de Faluya se ha inscrito en el marco de una gigantesca operación de seguridad que intenta detener a los terroristas del EIIL y ofrecer una imagen de control ante las milicias chiitas que combaten contra los sunitas, en particular en la provincia de Diyala, donde se han producido desplazamientos masivos de población sunita.

Irak ha cambiado mucho en los últimos años y ha salido del estado de ruina y pobreza en el que se encontraba durante la guerra. El presupuesto del Estado es de unos 150.000 millones de dólares (para una población de algo más de 31 millones de habitantes). El PIB per cápita ha subido de 1.300 dólares en 2004 a 6.300 dólares en 2012. La inflación ha caído del 64 por ciento en 2006 al 5,2 en 2012, la deuda exterior se ha reducido y ha aumentado el comercio exterior.

Hay desigualdades muy fuertes y una corrupción instalada en el corazón mismo del régimen. Nada de esto, sin embargo, explica la violencia creciente y el deslizamiento hacia un enfrentamiento sectario –es decir, religioso– que cada vez más parece una réplica de la guerra de Siria, con un Gobierno chiita enfrentado a una insurgencia sunita con apoyos de otros grupos.

Al Maliki no es Asad. Su partido, el Dawa, no tiene nada que ver con el partido baazista del sirio (el conservador Dawa fue perseguido por Sadam Husein y su Baaz). Ahora bien, incluso si no se acepta el paralelismo, buena parte del oeste de Irak está ya implicado en el conflicto sirio, con una frontera abierta entre los dos países.

Nadie está interesado en que se reproduzca en Irak un conflicto como el de Siria. Los turcos quieren un Irak estable que les quite presión en su flanco kurdo y un Gobierno chiita fuerte, que no dependa demasiado de los partidos kurdos. Irán tiene en Irak uno de sus principales clientes para el gas natural que produce y –paradojas de Oriente Medio– sabe que puede contar con el Gobierno de Al Maliki para ayudar a Asad en Damasco.

¿Y los norteamericanos? A Obama nada le gustaría más que ver estabilizado Irak, como dio a entender durante la visita de Al Maliki a Washington en noviembre. Su capacidad de maniobra es pequeña (hoy hay 200 efectivos militares estadounidenses, destinados en la embajada en Bagdad), aunque en estos años no ha cesado de ayudar al Gobierno de Irak en la renovación del ejército. Según un trabajo publicado en Foreign Policy, después de estas elecciones el Gobierno iraquí pediría a Estados Unidos el suministro de drones, en particular para combatir a los terroristas del EIIL en la provincia de Anbar. La información indicaría un cambio, si no del curso del enfrentamiento, sí de la situación política en la región.


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