
Era una comisión, a todos los efectos, independiente. Se la dotó de un presupuesto millonario (15 millones de dólares) y de un staff de asistencia e investigación de cerca de cien personas, bajo la dirección de Philip Zelikow, un académico con amplia experiencia en la maquinaria gubernamental desde los años 80.
Con casi dos años de trabajo, el 22 de julio de 2004 la Comisión hizo público su informe final, y un mes más tarde hizo lo mismo con dos monografías que recogían tanto los testimonios de los innumerables testigos que declararon ante los comisionados como los informes parciales que iban preparando los miembros del staff.
El informe final, a pesar de que podía ser descargado gratis en la página web de la Comisión, se publicó en forma de libro, y automáticamente se convirtió en el best seller del pasado verano. La edición autorizada contó con un segundo volumen de acompañamiento, compuesto por los estudios del staff y por las principales presentaciones de los testigos ante la Comisión.
Ahora la editorial Paidós saca a la venta la edición en castellano del informe final de la Comisión; aunque, desgraciadamente, no íntegro, ni con los trabajos de acompañamiento. Con todo, supone una contribución muy importante. Sobre todo para un público, como el español, que ha sufrido su propio 11-S en la fatídica fecha del 11 de marzo de 2003.

En cualquier caso, además de por sus propios méritos en lo relativo a los ataques contra Estados Unidos, el informe del 11-S nos trae importantes lecciones para un país como España que, como ya se ha dicho, encajó el 11-M su peor atentado terrorista. De hecho, el 11-M puede ser caracterizado no de atentado sino de verdadero ataque a España.
La primera cuestión por destacar es la caracterización que hace de la amenaza terrorista. Mucho se habló tras el 11-S de megaterrorismo, terrorismo de alcance global o, simplemente, terrorismo internacional. Pues bien, la Comisión cree, y así lo escribe, que la principal amenaza contra los Estados Unidos (y nosotros podemos añadir: contra la civilización occidental) es el terrorismo islamista. Y es muy importante definir bien al enemigo, porque de ello depende la correcta formulación de una política encaminada a acabar con él.
Definiendo la amenaza como terrorismo islamista, la Comisión defiende en su informe que el Gobierno debe llevar adelante una estrategia basada en tres patas: atacar a los terroristas y a sus organizaciones, prevenir el crecimiento del terrorismo islamista en su forma y número y protegerse y prepararse para la eventualidad de más ataques terroristas.
Con lo primero, el informe está amparado en gran medida la guerra contra el terror tal y como estaba siendo ejecutada por la primera Administración Bush, esto es: guerra en Afganistán y apoyo contra terroristas en otras partes del mundo, como Filipinas e Irak. Con lo tercero también se apoyaban las medidas de George W. Bush acerca de la creación de un departamento de seguridad nacional (Homeland Security), así como otras iniciativas, tales como la PSI, por las que se mejoraba el control del tráfico marítimo, disminuyendo la oportunidad del terrorismo para utilizarlo en su provecho.
Sin embargo, lo más relevante en una estrategia a largo plazo contra el terror islámico residía en lo segundo, en la habilidad y capacidad de disminuir la llamada radical en aquellas sociedades que servían de caldo de cultivo para los grupos terroristas islámicos. En esta parte, a pesar de dibujar bien el diagnóstico, la Comisión se queda a todas luces corta, pues sus recomendaciones van todas en la dirección de mejorar los aspectos de la diplomacia pública estadounidense. Puede que emplear otra denominación que “guerra contra el terror” sirviera para mejorar una imagen belicosa de América en el mundo árabe. Pero hay otras razones más profundas que disminuyen el impacto de esos cambios más bien superfluos.

En todo caso, el informe de la Comisión del 11-S obtuvo las portadas de los periódicos y la atención del público no tanto por delinear una visión de cambio del Oriente Medio –no era ni su mandato ni su objetivo– cuanto por algunas de las medidas que proponía para intentar evitar nuevos ataques terroristas. Muchas de esas recomendaciones han sido ya adoptadas por la Administración americana. Así, por ejemplo, la creación de un director de inteligencia nacional, en teoría encargado de conjuntar los esfuerzos de las diversas agencias que lidiaban con la inteligencia y el terrorismo, sobre todo el FBI y la CIA.
No obstante, es en este terreno de las reformas institucionales donde nos parece más resbaladizo el trabajo de la Comisión. El mismo puesto del director para la inteligencia nacional refleja bien esta debilidad: los fallos que la Comisión documenta en su informe son de naturaleza operativa (poco intercambio de información entre agencias, escasa atención al trabajo de unidades antiterroristas, etcétera), justo el nivel donde el nuevo cargo tiene poco que decir. Aunque la Comisión reconoce algo de esto cuando pide una mayor dosis de imaginación en los análisis de la inteligencia. No obstante, sus terapias van encaminadas a traer la solución de la mano de cambios en la estructura y en el organigrama, no en la cultura organizacional, que es, en realidad, el verdadero caballo de batalla.
Por último, la aparición de esta obra en castellano supera el alcance de la propia Comisión del 11-S. Para empezar, es un durísimo, casi descarnado, contraste con lo sucedido en nuestro país con la comisión parlamentaria sobre el 11-M. Mientras que los comisionados americanos intentaban buscar la verdad para evitar más atentados, en la comisión española sólo se ha intentado buscar culpas y culpables, tachando injustamente al anterior Gobierno de mentiroso, primero, y de falto de previsión, después. Ha faltado el espíritu constructivo, y tras sus trabajos, lamentablemente, no se puede afirmar que España esté hoy más segura que hace un año.
En segundo lugar, el informe del 11-S deja bien claro, como ya se ha comentado, que la amenaza es el terrorismo islámico, y que para acabar con dicha amenaza se debe y puede recurrir al uso de la fuerza y a la transformación de los regímenes de los que sale el terrorismo, especialmente en el mundo árabe. Esta preferencia por expandir la seguridad a través de la democracia contrasta sobremanera con la cacareada propuesta del actual jefe de Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, de la “alianza de civilizaciones”. En lugar de comunión con la civilización musulmana radical, que es lo que propone Zapatero, los comisionados americanos sólo ven posible su cambio.
En fin, hay muchas razones para leer este informe en forma de libro. Se entiende mejor no sólo lo que pasó aquel horrible martes 11 de septiembre de 2001, sino que se acaba siendo plenamente consciente del alcance del peligro que nos acecha, de cómo ha ido creciendo el odio a nuestra forma de vida en el Islam radical, y se intuye tanto cómo no hay que enfrentarse a él como los pasos que sirven para garantizarnos nuestra propia supervivencia. El diálogo civilizacional ya se ha intentado, y el logro más espectacular del mismo fue el 11-S, Bali, el 11-M y Beslán. Y lo malo es que proseguir en ese camino erróneo nos traerá la próxima vez un ataque catastrófico, posiblemente con agentes biológicos o material radiológico. Elija usted mismo.