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EL DRAGÓN Y LOS DEMONIOS EXTRANJEROS

China y el mundo

A veces sentimos la necesidad de encontrar un libro que satisfaga nuestra curiosidad sobre un tema concreto. Y cuando descubrimos que ese libro existe, y que además es bueno, no podemos dejar de festejarlo. Eso es lo que a me ha pasado con El dragón y los demonios extranjeros.

A veces sentimos la necesidad de encontrar un libro que satisfaga nuestra curiosidad sobre un tema concreto. Y cuando descubrimos que ese libro existe, y que además es bueno, no podemos dejar de festejarlo. Eso es lo que a me ha pasado con El dragón y los demonios extranjeros.
Llevo años leyendo ensayos sobre política china. Un elemento común en muchos de ellos es la referencia a mentalidades, percepciones o comportamientos fuertemente arraigados en la historia del gigante asiático y que determinan su política en la actualidad. De ahí que buscara un estudio histórico que tratase de sintetizar esas constantes. Harry G. Gelber, un historiador profesional y solvente, lo ha escrito. El mérito es grande, porque se trataba de explicar la historia de una sociedad que ha perdurado durante miles de años de forma resumida, teniendo que transitar continuamente de la política interior a la exterior, de la descripción de guerras a la de intrigas palaciegas, etcétera. Pues lo ha hecho, y en una prosa amena y asequible.
 
No caeré en la tentación de sintetizar la síntesis. Me limitaré a destacar algunos de los argumentos más interesantes del trabajo, que traerán a la memoria del lector otros textos o referencias escuchadas aquí o allá.
 
Durante miles de años, China se consideró superior. Lo era. Su estructura social y política estaba muy por delante de las experiencias que tenían lugar en Oriente Medio o en Europa. Esa sensación de superioridad se plasmó en un mito sustentado por viejas corrientes filosóficas: China era el Estado Medio, situado entre el Cielo y el resto de los pueblos. Consiguientemente, era la nación más importante, y el Emperador ocupaba un espacio superior al de los demás gobernantes de este mundo. La hegemonía china era un fenómeno natural que el resto de los mortales debía asumir.
 
En esta cosmovisión, y dentro del espíritu del confucionismo, el individuo debía aceptar el ejercicio del poder por parte del Emperador y los mandos inferiores a él, y éstos, por su parte, debían ejercerlo con benignidad. De nuevo, un orden natural y armónico tenía que primar, so pena del desencadenamiento de crisis de gran envergadura. Nada que ver con el legado judeo-cristiano del hombre hecho "a imagen y semejanza de Dios", responsable de sus actos y poseedor de derechos y deberes.
 
Su situación geográfica permitió a China vivir aislada de su entorno, lo que favoreció el ensimismamiento de su sociedad y el arraigo de estos mitos. Sin embargo, su gran extensión territorial implicaba dos problemas de gran envergadura: una fuerte exposición a sufrir invasiones y la débil cohesión de su población, inevitablemente variada. Problemas comunes a los que sufriría Rusia con el tiempo y a los que tanto ésta como aquélla reaccionaron reforzando el poder central y limitando libertades.
 
Del ensimismamiento y el sentimiento de superioridad se pasó con facilidad al desprecio hacia el extranjero, fueran invasores mongoles o comerciantes occidentales. Igualmente, la autosatisfacción generó una ausencia de curiosidad por el exterior que llevó finalmente a la decadencia. No quisieron enterarse de los cambios que se producían en otras latitudes, y a la postre descubrieron con incredulidad que eran tan débiles como atrasados. Si Japón tuvo la inteligencia de comprender que tenía que adaptarse a una sociedad que se globalizaba y realizó la denominada Revolución Meijí, China reaccionó con soberbia y desperdició la oportunidad de modernizarse. El resultado es conocido: guerras con Rusia y Japón, guerra civil y revolución comunista.
 
Los comunistas chinos, como los rusos, lograron algunos de sus objetivos nacionalistas a costa de arruinar el país, pisotear las libertades individuales y ver finalmente cómo sus experimentos sociales fracasaban, a pesar de tener de su parte las inexorables leyes del devenir histórico. Rusia y China ganaron fuerza antes de que sus respectivos regímenes se vinieran abajo.
 
Hoy, China ya no es comunista. Está gobernada por una dictadura que comparte muchos de los principios con que los emperadores dirigieron este extenso país durante siglos. Los jerarcas están preocupados por la extensión y vulnerabilidad de sus fronteras, y temen los efectos de la falta de cohesión entre sus pueblos. Los casos de Xinjiang y del Tíbet son los más conocidos, pero no los únicos. Están convencidos de que un poder central débil facilitaría la descomposición social y nacional, y en absoluto valoran el poder creativo del individuo en libertad. La libertad es una amenaza, que tratan de contrarrestar asumiendo el motor del desarrollo. Pero éste se concentra en algunas zonas, aumenta la desigualdad, plantea serias cuestiones morales y provoca un resentimiento en el campo que puede desencadenar situaciones críticas, como las que llevaron en el pasado al cambio de dinastías. Los nuevos mandarines no confían en el individuo, la libertad o el mercado, y tratan de modernizar un país de 1.300 millones de personas mediante la ingeniería económica y social.
 
Los chinos están despojándose de la baja autoestima en que les sumió la crisis del Imperio, y abonándose de nuevo a la soberbia y el desprecio por lo extranjero. China vuelve a ser un imperio con pies de barro.
 
 
HARRY G. GELBER: EL DRAGÓN Y LOS DEMONIOS EXTRANJEROS. CHINA Y EL MUNDO A LO LARGO DE LA HISTORIA. RBA (Barcelona), 2008, 505 páginas.
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