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FILOSOFÍA

Constant y la religión

Felicitémonos por la publicación de esta obra en castellano. Su autor es uno de los más grandes escritores políticos de todos los tiempos. Estamos ante un libro mayor de Constant; seguramente, es la obra con más pretensiones de este pensador. A ella estuvo consagrado durante toda su vida.

Felicitémonos por la publicación de esta obra en castellano. Su autor es uno de los más grandes escritores políticos de todos los tiempos. Estamos ante un libro mayor de Constant; seguramente, es la obra con más pretensiones de este pensador. A ella estuvo consagrado durante toda su vida.
Benjamin Constant.
A los dieciocho años, en 1758, Constant planifica esta investigación y da los primeros pasos de lo que serían los capítulos iniciales, que se publican en 1824, y en 1831, un día después de su muerte, aparecieron los dos últimos volúmenes.
 
Sobre la religión escribió Constant durante toda su vida. Cierto que lo hizo de modo intermitente, pero nadie negará que estuvo ocupado continuamente con ese asunto.
 
Tanta fue la importancia que Constant concedió a ese tema, que fue la principal fuente para defender la concepción moderna de la libertad; o sea, la libertad es equivalente a la independencia personal. Sin el espíritu de este libro, y quizá sin sus primeros capítulos ya escritos, Constant nunca habría dado a la luz pública el principal tratado del liberalismo del XIX, Principios de política, de 1812, que es, sin duda alguna, una de las mayores defensas de la libertad religiosa que se han escrito en todos los tiempos, es decir, de consagrar, usando sus propias palabras, "la libertad de cultos sin restricción, sin privilegios, sin obligar siquiera a los individuos, siempre que observen las formas exteriores estrictamente legales, a declarar su asentimiento a favor de un culto en particular".
 
Jean-Jacques Rousseau.La preocupación de Constant por la religión fue, pues, el estro clave su pensamiento, y, sin duda alguna, la vía más directa para llevar a cabo la crítica más rigurosa y feliz que nadie haya hecho nunca de Rousseau. Es una crítica moderna e ilustrada de una arbitrariedad de la propia ilustración, que había pasado por alto que el tribunal de la razón política, de la tolerancia civil, también hallaba su fundamento en el sentimiento religioso, o mejor, en la libertad religiosa. En efecto, gracias a la defensa de la libertad religiosa Constant ha plantado cara a la violencia revolucionaria, "a la intolerancia civil, con la que se ha querido", anota, "sustituir a la intolerancia religiosa propiamente dicha, hoy que el progreso de las ideas se opone a esta última". Dicho en otros términos, contra la intolerancia civil, o peor, contra la persecución del hombre religioso en general, y del cristiano en particular, derivada de la obra de Rousseau, Constant no tiene otro camino que no sea la defensa de "la única idea razonable en relación con la religión": el reconocimiento de su libertad. Sin libertad religiosa no hay libertad.
 
Por este camino, Rousseau, el mayor soporte intelectual del poder revolucionario, no es sólo puesto en cuestión, sino destruido intelectualmente. Quien no defienda, pues, la libertad religiosa estará negando la libertad. Quien pretenda sustituir la religión por un sentimiento de sociabilidad de carácter estatal, o sea, la libertad religiosa con una "religión de Estado", estará destruyendo la independencia y libertad de todo ser humano. Esa intolerancia civil, dice Constant, siempre estuvo apoyada por las doctrinas de Rousseau, "que amaba todas las teorías de la libertad, y que dio pretextos a todas las pretensiones de la tiranía". El ataque concreto del ginebrino a la libertad religiosa, que analiza Constant, es revelador de la importancia que tiene para este autor la religión y, de paso, nos introduce de lleno en un asunto decisivo de la política española, a saber, el proceso de adoctrinamiento y perversa "educación de sentimientos" que pretende el gobierno de Zapatero a través de la famosa asignatura de Educación para la Ciudadanía.
 
Dos citas bastan para hacernos cargo de que la religión, el sentimiento religioso, como cualquier otro sentimiento, nunca puede ser sometida a los dictados del Estado si no es por el adoctrinamiento ideológico, o peor, por la violencia y el terror del Estado. La primera cita es del Contrato Social de Rousseau, quien mantiene lo siguiente:
Hay una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no exactamente como normas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad. Sin poder obligar a nadie a creer en esos dogmas, el soberano puede expulsar del Estado a quien no los crea. Puede expulsarle, no como impío, sino como insaciable.
La respuesta de Constant a Rousseau es limpia, transparente y contundente. Universal. Aquí tienen la cita para solaz de su lectura, sin descartar que los objetores de la asignatura de Educación para la Ciudadanía puedan utilizarla como argumento contra un gobierno tan intolerante e incivil que quiere "educar", nada más y nada menos, que nuestros sentimientos.
¿Quién es el Estado para decidir qué sentimientos hay que tener? ¿Qué me importa que el soberano no me obligue a creer, si me castiga porque no creo? ¿Qué me importa que no me condene por impío, si me condena por insociable? ¿Qué me importa que la autoridad se abstenga de entrar en sutilezas teológicas, si se pierde en una moral hipotética, no menos sutil, no menos aneja a su jurisdicción natural?
 
No conozco ningún sistema de servidumbre que haya consagrado errores más perjudiciales que la eterna metafísica del Contrato Social.
 
La intolerancia es igual de peligrosa, más absurda y, sobre todo, más injusta que la intolerancia religiosa. Es igual de peligrosa porque conduce a los mismos resultados con otro pretexto; es más absurda porque no se basa en la convicción; es más injusta porque el mal que causa no lo hace por deber, sino por cálculo (…). Si la religión hubiera sido siempre perfectamente libre hubiera sido siempre, creo, objeto de respeto y de amor. Apenas se podría concebir el extraño fanatismo que hace que la religión sea objeto del odio y de la mala voluntad. El que un ser desgraciado recurra a un ser justo, un ser débil a un ser bondadoso, me parece que no debe provocar más que interés y simpatía incluso en quienes lo consideren como algo quimérico.
Esta defensa de la libertad religiosa, llevada a cabo en Principios de política, la obra más significativa y conocida de Constant, no está basada en una profunda educación religiosa del autor, ni en una creencia religiosa continuada a lo largo de su vida, ni en una conversión más o menos súbita al credo católico; tampoco parece que obedezca al impulso recibido por cierta práctica religiosa durante algún período de su vida. Aunque ninguna de esas circunstancias deberían ser despachadas alegremente por insignificantes, como hacen algunos intérpretes de Constant, incluidos los presentadores de esta edición en español, soy de la opinión de que esa defensa tiene su base en este libro, que es una de las investigaciones, dicho sencilla y directamente, más importantes de la filosofía política de la religión llevadas a cabo en la modernidad. Sin Sobre la religión, el resto de la obra de Constant quedaría no sólo sin circunstancia precisa, sino sin actualidad.
 
Sobre la religión es un estudio histórico y sistemático de filosofía política de la religión que trata permanentemente de mediar, de sintetizar la sabiduría que viene del estudio histórico con la que procede de la reflexión de los principios. Esta obra es, en cualquier caso, el fundamento histórico y político de la mayor aportación de Constant al pensamiento político contemporáneo, a saber: la libertad religiosa es fundamental, más aún, tiene que ser antepuesta a la libertad de prensa y opinión, porque ella es la placenta nutricia de la primera libertad de todo ser humano; o sea, sobre la libertad religiosa descansa la madre de todas las libertades: la libertad de conciencia. Es imposible, pues, llegar a ésta sin pasar por aquélla. Desde el principio del libro, Constant es claro y preciso sobre este asunto, pero sus intérpretes se empeñan en discutir sobre su religiosidad personal o su impiedad, etcétera, sin reparar en su gran descubrimiento: "El hombre es religioso porque es hombre".
 
Quien no quiera enterarse de esta conquista del pensamiento de Constant caerá, según mantiene el propio autor, en todo tipo de errores. Así, en primer lugar, se intentará asignar a la religión otras causas distintas de la naturaleza del hombre. Son formas de engañarse voluntariamente. Pero el hombre no es religioso, explica Constant, por ser tímido, sino porque es hombre. El segundo error es tratar de destruir o mantener la religión porque tiene mucha influencia sobre los hombres. Se confunde lo pasajero y perecedero, según Constant, con lo eterno e indestructible. La religión, pues, tiene algo de indestructible, de ahí que, por mucho que se ataque a la religión y a la forma religiosa, sin distinguir el sentimiento religioso de las instituciones religiosas, nadie en su sano juicio derivará que "el hombre esté dispuesto a prescindir de la religión".
 
La permanencia de lo religioso, hoy diríamos de lo teológico-político, está asegurada en la vida pública. Más aún, el ataque a la forma religiosa será sólo una prueba de que el sentimiento religioso, la genuina religión, se separó de ella:
Así, por el hecho de que se ataque tal forma religiosa; que la filosofía dirija sus razonamientos; la ironía, sus sarcasmos; la independencia intelectual, su indignación contra esta forma; que en Grecia, por ejemplo, Evémero destrone a los dioses del Olimpo; que en Roma Lucrecia proclame la mortalidad del alma y la vanidad de nuestras esperanzas; que, más tarde, Luciano insulte a los dogmas homéricos o Voltaire a otros dogmas; en fin, que toda una generación parezca aplaudir el desprecio con que se aplasta una creencia largo tiempo respetada, de ello no se deriva en absoluto que el hombre esté dispuesto a prescindir de la religión. Es sólo una prueba de que, al no convenir ya al espíritu humano la forma así amenazada, el sentimiento religioso se separó de ella.
La religión así concebida llegaría incluso a enseñar, como hiciera fundamentalmente el cristianismo, lo que el filósofo tiene que pensar. Constant asume, sin ningún tipo de carga ilustrada, que no sólo es necesario dar un lugar a la religión en la vida pública, sino que sin ella ésta sería inviable. Imposible. Constant no sólo abre un camino al pensamiento contemporáneo sobre la religión, sino que se adelanta a autores tan grandes como Claude Lefort, quien ha vuelto a reconocer, en nuestra época, que el saber filosófico se divide en su crítica a la religión; más aún: puede que la filosofía tenga razón en su crítica a la religión que reivindica el derecho a buscar su fundamento en su propio ejercicio, "pero de ahí", asegura Lefort al modo de Constant, "a concluir que lo religioso como tal pueda, deba borrarse, o mejor aún, encerrarse dentro de los límites de la opinión privada, existe un paso que parece infranqueable".
 
La presencia, pues, de lo religioso en la vida pública, en la política, es ineludible. Ésta es la gran prueba de que Constant, especialmente en este libro Sobre la religión, es el padre de la mejor filosofía política de la religión. La diferencia entre Constant y Feuerbach, o entre Constant y Schleiermacher, es obvia. Los alemanes son filósofos de la religión. Constant es un filósofo político. Los alemanes son filósofos de la religión con voluntad normativa: el primero, Feuerbach, condena y el segundo defiende la religión. Constant está en otro plano. No se trata de condenar o hacer una apología de la religión, sino de comprenderla como fenómeno político. Esta obra demuestra que Constant se tomó siempre muy en serio, desde el punto de vista del pensamiento, la religión. Su preocupación por ella no fue, por lo tanto, como consecuencia de los efectos de la revolución de 1789, sino que estos avatares fueron una confirmación de su método o perspectiva de acercamiento al fenómeno religioso.
 
En cualquier caso, los grandiosos textos de este autor sobre la Revolución Francesa en general, y sobre todo su La libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, aparte de los ya mencionados Principios de la política, no hubieran adquirido jamás la urdimbre de obras clásicas, de textos ineludibles para pensar con justeza la política de nuestro tiempo, sin tener en la base esta inmensa historia y reflexión sobre la religión.
 
La escritura de esta obra duró toda una vida. Ciertamente, la vida de Constant, que es una apasionante mixtura de acción y pensamiento, no se entendería sin este libro.
 
Por otro lado, creo que esta obra refleja lo mejor, y a veces lo peor, de una generación impelida a no separar el trabajo intelectual y la acción política. Constant es una de esas inteligencias sutiles que piensa, naturalmente, antes de actuar, pero sobre todo vuelve reflexivamente sobre su acción en la historia. Pensamiento y vida, literatura y política, discurso y acción parecen que van de la mano en la obra de este hombre. Constant, además, consigue sintetizar de modo filosófico, es decir, objetivo y preciso, la época convulsa que le ha tocado vivir. Escribe como si se tratara de un científico, un pensador, que sólo participa de lo estudiado como un observador imparcial. Por ejemplo, el balance de los períodos más oscuros de la Revolución Francesa, especialmente la fase del terror, que nos ha dejado Constant sigue siendo modélico para historiadores y filósofos; muestra no sólo que la política es una dimensión esencial de la historia, sino que su estudio y análisis puede hacer cambiar la praxis política no menos que el decurso de esa misma historia.
 
En fin, les exhorto a que lean este libro circunstanciándolo en el ámbito actual del pensamiento sobre lo político y lejos, muy lejos, de cualquier filosofía de la religión al uso. Es, en mi opinión, uno de los textos más ricos de la filosofía política de la religión de la modernidad.
 
 
BENJAMIN CONSTANT: DE LA RELIGIÓN CONSIDERADA EN SUS FUENTES, FORMAS Y DESARROLLO. Trotta (Madrid), 2008, 1.029 páginas.
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