Esa fragmentación ya secular nos ha llevado a dividir y aprehender lo hispano en compartimentos estancos, a los que se les ha dado carta de naturaleza propia, como si su relación con el todo fuera meramente accidental y, por lo general, motivo de vergüenza. La realidad, sin embargo, termina por imponerse, y, de tantos siglos dándonos codazos los unos a los otros, hemos parido una cultura –y una manera de entender el mundo– con un inconfundible aroma de familia. La historia compartida, que es extremadamente larga, ha hecho mucho, pero lo hispano no es cosa del ayer sino del hoy y, sobre todo, del mañana, porque esta familia nuestra, la hispana, bullente de vida y contradicciones, es como un ser vivo, testarudo y desmadrado, que tropieza siempre con la misma piedra pero se empecina en seguir adelante.
No es posible entender Hispanoamérica sin España, madre (o madrastra) nutricia, cuyas miserias y grandezas transmitió a su numerosa camada de hijos (o hijastros) malcriados del otro lado del Charco. Las diferencias existen, claro está. Raro sería que no existiesen, con tantos miles de kilómetros de distancia, pero son siempre menores a los parecidos, esos rasgos de familia mal avenida que nos delatan como hispanos.
Pero tampoco puede entenderse España sin Hispanoamérica. La una hizo a la otra y la otra a la una. El Descubrimiento, la Conquista y todo lo que vino después nos encadenaron para siempre. Primero por activa y luego por pasiva, pero siempre ignorándose, especialmente en lo que toca a los naturales de la Península Ibérica, hispanos autistas, varados en el rincón de un continente que, aunque quieran creer lo contrario, les es bastante ajeno.
Quizá por eso el alma gemela de Madrid es Buenos Aires y no París, a pesar de que la capital de Argentina está 9.000 kilómetros más lejos que la de Francia. Eso en cuanto a los parecidos que saltan a la vista. Otros no lo hacen tanto, pero ahí quedan, como testigos mudos de un guión que nos aprendimos de memoria hace 200 años y que no hacemos sino repetir una y otra vez. ¿Por qué, si no, tenemos los hispanos esa afición a legislar, a crear constituciones, a alumbrar miles de leyes y a no cumplir ninguna? ¿Por qué nos pierde el caudillismo? ¿Por qué nos fascinan los golpes de estado? ¿Por qué desconfiamos del vecino de abajo pero no lo hacemos de los charlatanes políticos? ¿Por qué somos tan dados a reñir una y otra vez entre nosotros?
Fernando Iwasaki, peruano afincado en España, se plantea éstas y otras muchas cuestiones que dábamos por resueltas pero que no lo están en modo alguno. Iwasaki nos pone frente al espejo para que veamos lo que somos, no lo que nos gustaría ver. En el afán de separarnos hemos olvidado que los lazos que nos unen son más fuertes que el deseo de construirse identidades a la medida. Y esto es válido tanto para los chilenos como para los catalanes, extremos geográficos de un mismo retrato de la gran familia hispana o, lo que es lo mismo, española.
Tal vez España como entidad política no haya sabido perdurar ni sentar las bases de una próspera comunidad de naciones al estilo de la Commonwealth británica; lo hispano, sin embargo, sí que lo ha hecho, y goza de una salud extraordinaria doscientos años después del desencuentro traumático entre sus dos orillas. Quizá no hayamos conseguido ser republicanos y nos hemos quedado en simples hispanos; lo que, bien mirado, no es ninguna tontería.
FERNANDO IWASAKI: REPUBLICANOS. CUANDO DEJAMOS DE SER REALISTAS. Algaba (Madrid), 2008, 206 páginas.
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