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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

Habemus Gibbon

Los vi en la Casa del Libro de Barcelona. Cuatro tomos de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Edward Gibbon, editados por Turner. Cerca de 3.000 páginas, 27 euros el volumen. Me causó hasta felicidad.

Los vi en la Casa del Libro de Barcelona. Cuatro tomos de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Edward Gibbon, editados por Turner. Cerca de 3.000 páginas, 27 euros el volumen. Me causó hasta felicidad.
Edward Gibbon.
Sólo opacó mi alegría el hecho de que fuese una de las pocas excepciones en medio de una inagotable provisión de textos para ingenuos sobre técnicas de seducción o fórmulas para enfrentarse al mobbing, novelas seudohistóricas –en una de las cuales un personaje dice, en pleno siglo XVII: "¿Habláis en serio, señor?"–, un montón de novelas escritas por señoras, o por señores que firman con nombres de señoras, idénticas en lo esencial a las que Corín Tellado publicaba hace medio siglo, sólo que en tapa dura y con sobrecubierta, y pilas de obras de autores que venden cientos de miles de ejemplares y que dentro de cuarenta años nadie recordará más de lo que hoy recuerda a Frank Yerby o a Jacqueline Susan. ¿Qué joven de hoy ha oído hablar de La risa del diablo o de La máquina del amor?
 
Junto a Gibbon, cuya obra estaba haciendo falta en una edición así (había una selección publicada por Alba en 2003, incluso un tomo de Debolsillo de alrededor de 500 páginas), se alzaba sin embargo la Vida de Samuel Johnson de James Boswell, más de 2.000 páginas, 59 euros, en versión de Miguel Martínez Lage, impecable, como suelen ser los trabajos de este traductor. Publicada por El Acantilado, el mismo sello que viene proporcionándonos casi toda la obra de Stefan Zweig y que se encargó de poner en castellano las Memorias de ultratumba de Chateaubriand en edición completa: cuatro tomos que se convirtieron en un bestseller, 2.100 páginas, en una caja, 39 euros.
 
Sospecho que los lectores sólo necesitan buenas propuestas. Las experiencias de El Acantilado van en esa dirección: clásicos de venta más que razonable.
 
En la sección de poesía, Rilke completo, publicado por Ellago, traducción de José María Valverde, edición a cargo de Jordi Llovet. Dos garantías intelectuales. Quinientas páginas, 32 euros.
 
Y estará mal que yo, que prologo el libro, mencione aquí el Barnaby Rudge de Dickens, pero no puedo evitarlo: es la primera vez en cien años que esta gran novela del clásico inglés aparece en castellano, y la anterior versión era deleznable. Belacqua, 827 páginas, 32 euros. Un éxito.
 
Es cierto es que a los clásicos se llega, no se parte de ellos. Que es un error obligar a los niños a leer fragmentos de Cervantes o de Calderón. Leer implica recorrer un camino largo y accidentado, en el que no siempre las primeras cosas son las mejores ni las más importantes. Yo hice mi primera (y hasta ahora única) lectura completa del Quijote ya en la treintena, y sólo a los cuarenta logré vencer el Ulysses de Joyce. No me avergüeza decirlo, y me considero afortunado por haber leído a Hermann Hesse, sobre todo el Demian, en la adolescencia, que es cuando se debe leer, y El principito de Saint-Exupéry a la salida de la infancia. Si no ha leído usted a Dumas antes de los veinte, no lo lea, le parecerá hasta ridículo, pero si lo ha leído antes de los veinte y lo ha disfrutado, reléalo: le encantará reencontrarse con usted mismo, y aprenderá muchísimo de política.
 
Para llegar a los clásicos, no obstante, hay que tenerlos. Leí el Quijote en la edición en dos tomos que me había regalado un tío muy querido cuando cumplí los quince, y el Ulysses en la vieja edición de Santiago Rueda, traducido por Salas Subirat con una dignidad mucho mayor de lo que se le quiere reconocer.
 
Yo me crié en una casa con biblioteca, y lo agradezco. Los perros de mi abuelo tenían nombres de personajes, y a los vecinos de la casa contigua, especialmente descuidados y nada amantes de la limpieza, les llamábamos entre nosotros "los Thénardier", como los miserables caracteres de Los miserables de Hugo. Sin embargo, entendí muy pronto el mensaje de Borges, que decía que ningún libro es imprescindible y que la prueba estaba en que Homero no había leído a Shakespeare y no por eso había dejado de ser Homero.
 
Hace poco me tocó la dolorosa tarea de deshacerme de una parte de la biblioteca familiar. Entre otras cosas, vendí una primera edición, de Sur, de Un cuarto propio, de Virginia Woolf, en traducción de Borges. A la librera que me lo compró y lo puso inmediatamente en el escaparate le duró cuatro horas. Recuerdo el día en que ese libro entró en la casa, rodeado de expectativas y hasta de misterio por su contenido revolucionario. Yo conservé otro ejemplar, adquirido hacía mucho: lo advierto para que nadie piense que soy un criminal.
 
Hoy hay decenas de ediciones de la obra de la Woolf, algunas mucho mejores que la de Borges. Cualquiera de ellas puede ser el fetiche de alguien en la próxima generación.
 
Si usted compra hoy una novela histórica al uso, la perderá en la primera mudanza. Si compra Gibbon, Chateaubriand, Boswell o Rilke, dentro de veinte años seguirán ahí, aunque la estantería sea nueva.
 
Contra el discurso general de los ejecutivos de grandes grupos editoriales, hay editores que han comprendido que editar clásicos es un buen negocio. Lo que sucede en algunos casos es que se trata de un negocio secreto o, al menos, discreto. Es buen negocio hacer una edición decente del Quijote porque en este mundo rarísimo en el que habitamos existen treinta y cuatro mil coleccionistas dedicados a comprar todas las que puedan. Además, del mismo modo en que cada tanto se renuevan las traducciones de los clásicos por necesidades determinadas por los cambios en los idiomas, hay que renovar de tanto en tanto las ediciones, completarlas, mejorarlas.
 
Las traducciones que de las novelas de Anatole France hizo Luis Ruiz Contreras, el ilustre fundador de la Revista Nueva, amigo del narrador francés, siguen siendo perfectas. Estaban editadas por Joyas Literarias en Barcelona. Pero en la ciudad de Buenos Aires, un editor catalán llamado Torrendell, propietario del sello Tor, las publicó a su manera: todas las obras tenían 144 páginas, exactamente doce pliegos, y costaban lo mismo. Lo más notable es que el hombre, que también publicó Dumas, Sabattini, Montepin y otros folletinistas en volúmenes siempre de idéntico espesor, cortaba los textos con inusitada habilidad, o tenía a alguien genial que lo hacía por él, porque era muy difícil advertir las enormes mutilaciones.
 
Herman Melville.La editorial Alba tiene una colección de clásicos, creada y dirigida por Lluís Magrinyà, en la que se han republicado, en nuevas y cuidadas traducciones, desde Émile Zola hasta Herman Melville, desde Joseph Conrad hasta Thomas Hardy, desde Wilkie Collins hasta Anne Brontë: vale la pena repasar ese catálogo, que sigue siendo comercialmente exitoso. Elija usted: El destino de la carne, de Samuel Butler, o El collar endiablado (no es broma), de Kat Martin. No hay duda, pero Butler no está en el puesto de prensa de la estación o del aeropuerto, de modo que se conforma con Kat Martin y hasta se lo pasa bien.
 
Y en la librería a Butler hay que buscarlo y, las más veces, encargarlo. Así, de los diez libros de ficción más vendidos en la Casa del Libro, según su web, seis son novelas románticas traducidas; hay un Zweig, un García Márquez y un Tolkien; Stephen King hace el número diez. En No Ficción, apenas el Yo no de Joachim Fest, interesantísimo documento pero en modo alguno un clásico (sí lo es su biografía de Adolf Hitler). El resto es autoayuda, incluido un Erich Fromm de la peor etapa, la divulgativa.
 
En España se ha llegado a publicar alrededor de ochenta mil títulos al año. De ello hay que descontar reediciones, folletos publicitarios que se contabilizan por tener número de ISBN, ediciones universitarias que rarísima vez llegan al mercado, libros institucionales y otras variantes; cabe estimar que sólo la cuarta parte de esa producción es lo que el público en general considera un libro. Veinte mil. Es imposible no ya distribuir todo ese material, sino almacenarlo en alguna parte, mostrarlo íntegro a sus compradores potenciales y, por último, venderlo.
 
Dicen algunos que la solución la brinda el mercado hispanoamericano, pero eso es rigurosamente falso. Primero, porque lo de los cuatrocientos millones de hispanohablantes no se traduce en una cifra igual de hispanoleyentes. Segundo, porque los precios de los libros españoles que se exportan son exorbitantes. Tercero, porque en Hispanoamérica hay muchas y buenas editoriales que venden su producción a precios locales.
 
¿Por qué se publica tanto? Porque las librerías sólo pueden ocuparse de las novedades, no tienen sitio para acumular fondo. Y porque los editores sólo pueden seguir haciendo su trabajo con el dinero que le reportan las novedades. Es un ciclo perverso del tipo bicicleta: si dejas de pedalear, te caes. Además, hay que apostar constantemente por nuevos títulos porque un solo libro tiene el poder de salvar o hundir a un editor. Si te toca El código Da Vinci, te salvas. Si editas veinte libros del mismo tipo pero ninguno despega de los mil ejemplares, te hundes.
 
¿Por qué se publica tan mal? Porque El mundo de ayer es un bestseller de, tal vez, entre cinco y diez mil ejemplares, siendo muy optimistas, pero El código Da Vinci es de cientos de miles de ejemplares: lo que separa a las clases medias de los verdaderamente ricos, al editor modesto del editor triunfal. Eso no significa que los editores sean unos linces a la hora de elegir: Ruiz Zafón tardó muchísimo en encontrar quien publicara La sombra del viento, y tengo para mí que Planeta la publicó sin fe. Nadie sabe a ciencia cierta por qué se vende un libro, de modo que hay que probar constantemente. No es un buen panorama, pero es el que hay.
 
Celebremos, pues, que habemus Gibbon. Y Chateaubriand, y Boswell, y Rilke.
 
 
Pinche aquí para acceder a la página web de HORACIO VÁZQUEZ-RIAL.
 
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