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UNA VISIÓN CRÍTICA DE LA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL

La derecha derrota a la derecha

La insurrección de los principales partidos de la izquierda en octubre del 34 dejaba la República al borde del naufragio. De hecho, volvía imposible el juego democrático, a menos que los revolucionarios y separatistas cambiaran de actitud, lo que no iba a ocurrir. Pero dado que, por el momento, éstos estaban sumidos en la impotencia, existía la posibilidad de dar cierta estabilidad al régimen mediante una sólida alianza de centro-derecha, es decir, entre la CEDA y el Partido Radical, que hiciera imposible a la izquierda volver a las andadas y la obligara, a largo plazo, a plegarse a las normas legales.

La insurrección de los principales partidos de la izquierda en octubre del 34 dejaba la República al borde del naufragio. De hecho, volvía imposible el juego democrático, a menos que los revolucionarios y separatistas cambiaran de actitud, lo que no iba a ocurrir. Pero dado que, por el momento, éstos estaban sumidos en la impotencia, existía la posibilidad de dar cierta estabilidad al régimen mediante una sólida alianza de centro-derecha, es decir, entre la CEDA y el Partido Radical, que hiciera imposible a la izquierda volver a las andadas y la obligara, a largo plazo, a plegarse a las normas legales.
Francisco de Goya: SATURNO DEVORANDO A SU HIJO (detalle).
Sin embargo, como hemos visto, la alianza de centro-derecha fue derrumbada, un año después del golpe de octubre, por medio de la intriga del straperlo, que hundió al Partido Radical y en la que colaboraron Azaña, Prieto y el presidente de la república, Alcalá-Zamora. Y este último redondeó la jugada, poco tiempo después, expulsando a la CEDA del poder, cuando se habían creado todas las condiciones, según la mecánica parlamentaria, para que ella dirigiese el Gobierno, como minoría más fuerte en las Cortes. Así, lo que no había conseguido la izquierda con su insurrección, lo alcanzó el derechista Alcalá-Zamora mediante un uso torticero de la ley.
 
Durante el primer bienio, cuando gobernaban las izquierdas, el presidente había mantenido un esencial respeto y no intromisión en las labores del Gobierno, como reconocería Azaña. En cambio, desde que el centro-derecha había llegado al poder, en 1933, se habían hecho constantes sus injerencias, bordeando el chantaje, si no cayendo a veces en él, provocando una inestabilidad permanente y crisis graves.
 
Una de las peores la había provocado, ya en 1934, con motivo de la amnistía a los golpistas de la sanjurjada y la reposición de muchos de ellos en sus puestos anteriores. Estas amnistías eran una auténtica y nefasta tradición en España, y Alcalá-Zamora manifestó su oposición a ella, hasta causar un enfrentamiento institucional con las Cortes y la salida de Lerroux del Gobierno, para ser sustituido por el débil y más manejable Samper.
 
Podría interpretarse la postura de don Niceto como una saludable rectificación de dicha tradición, pero no era así, como iba a quedar demostrado en 1936, cuando el Frente Popular no sólo amnistió a los insurrectos de octubre, sino que los exaltó como héroes, en un ambiente revanchista, sin que aquel hiciera entonces la menor protesta.
 
Una nueva y seria crisis se había abierto tras la insurrección de octubre, cuando don Niceto, vulnerando sus atribuciones constitucionales, había impedido la ejecución de varios cabecillas del intento de guerra civil –aunque no la de algunos meros ejecutores–. Gil-Robles, desesperado, había sugerido a algunos militares la posibilidad de pronunciarse, en forma muy parecida a un golpe de estado, contra la intromisión ilegal del presidente. Franco había evitado el posible golpe.
 
Alcalá-Zamora.Junto a estos casos de especial gravedad, otras muchas injerencias presidenciales habían vuelto sumamente inestable el Gobierno de centro derecha, hasta arruinarlo, como hemos dicho, con el asunto del straperlo. El derechista Acalá-Zamora se había convertido en el peor enemigo de la derecha.
 
Las razones de esta conducta se hunden, en gran medida, en la embrollada personalidad del presidente. Azaña, Lerroux o Gil-Robles coinciden en describirle como un perturbado. Él había tenido un papel clave en la llegada de la República, que concebía como una democracia liberal en la que esperaba desempeñarse como jefe y orientador de un gran partido de derecha capaz de contrapesar a las agresivas izquierdas. Tal esperanza se había ido a pique después de las jornadas de "quema de conventos", cuando su falta de carácter ante la delincuencia izquierdista le había hecho perder su popularidad en la opinión conservadora. Serían Gil-Robles y la CEDA quienes organizaran realmente a la derecha, para decepción y amargura del presidente. El cual nunca dejó de expresar, de un modo u otro, su animosidad contra la CEDA y su líder.
 
Por otra parte, el presidente adolecía de la misma flaqueza que su antiguo patrón político, Romanones: un deseo intenso de ser reconocido como progresista y un temor no menos intenso a pasar por "reaccionario". Las izquierdas, bien conocedoras del dato, lo explotaban a fondo, ultrajándole de continuo con motes despectivos como el Botas o el Cacique de Priego. Su debilidad ante las izquierdas se tornaba desdén y suspicacia con respecto a las derechas.
 
El hundimiento de Lerroux y luego la humillante expulsión de Gil-Robles, en el otoño de 1935, no carecían, sin embargo, de una apariencia de racionalidad, pues respondían a una impresión que se había hecho don Niceto de la situación política. Sus estrechos colaboradores, Chapaprieta y Portela Valladares, de quienes se valió para sustituir a Lerroux y a Gil-Robles, dan cuenta de su análisis de la realidad: consideraba que el primer bienio había desacreditado a la izquierda, y el segundo a la derecha, habiendo perdido, unos y otros, el favor de la opinión pública. Por lo tanto, había llegado la ocasión de "centrar la República", formando sobre la marcha un gran partido moderado que heredase los votos del defenestrado Lerroux y muchos más, hasta convertirse en el más votado y por tanto en el árbitro del régimen.
 
En consecuencia, sus ilegítimos y a duras penas legales ataques a Lerroux y a Gil-Robles perseguían la finalidad de abrir paso al nuevo partido, ganar unos meses de tiempo hasta consolidarlo y presentarlo a unas nuevas elecciones, en las que saldría –él estaba seguro– triunfador. No parecía capaz de percibir el ambiente popular cada vez más polarizado por la campaña sobre la represión de Asturias, o el creciente antagonismo entre izquierdas y derechas, al cual había contribuido él mismo eliminando el colchón amortiguador que suponía el partido de Lerroux.
 
Expulsar a Gil-Robles suponía disolver las Cortes en breve plazo, y el jefe de la CEDA cuenta con expresivas palabras la escena en que su adversario admitió su designio:
 
Gil-Robles."Todo el porvenir trágico de España se presentó a mi vista. Con ardor, casi con angustia, supliqué al señor Alcalá-Zamora que no diera un paso semejante. El momento elegido para la disolución, le dije, no podía ser más inoportuno. Las Cortes se hallaban capacitadas aún para rematar una obra fecunda, tras la cual podría llevarse a cabo sin riesgos la consulta electoral. En un breve plazo, a lo sumo dentro de algunos meses, sería posible sanear la Hacienda; votar los créditos necesarios para un plan de obras públicas que absorbería la casi totalidad del paro; liquidar los procesos del movimiento revolucionario de 1934, que eran temible bandera de agitación en manos de las izquierdas; aplicar la reforma agraria, con el reparto de los cien primeros millones de pesetas (…); completar la reorganización del ejército y la puesta en marcha de nuestras industrias militares (…) A la vez que reforzar los resortes de la autoridad y (…) la reforma de una Constitución que, según palabras del propio jefe del Estado, invitaba a la guerra civil".
 
Gil-Robles tenía razón, al menos en cuanto a la posibilidad de ganar tiempo para que la crispación reinante en España se fuera calmando. Pero todos sus argumentos se estrellaron frente a la esperanza del presidente en su nuevo partido y su antipatía personal hacia Gil-Robles. Éste terminó:
 
"Su decisión arrojará, sin duda, a las derechas del camino de la legalidad y del acatamiento al régimen. Con el fracaso de mi política, sólo podrán intentarse las soluciones violentas. Triunfen en las urnas las derechas o las izquierdas, no quedará otra salida, por desgracia, que la guerra civil. Su responsabilidad por la catástrofe que se avecina será inmensa. Sobre usted recaerá, además, el desprecio de todos. Ha destruido usted una misión conciliadora".
 
La parte final de la conversación, dice Gil-Robles, fue
 
"durísima, violenta (…) Hasta el despacho donde se encontraban los ayudantes de servicio, incluso hasta la sala donde esperaban las visitas, llegaba mi voz, vibrante de indignación".
 
Las palabras de Gil-Robles iban a resultar tan proféticas como las de Besteiro contra sus propios correligionarios dos años antes: describían con gran aproximación lo que iba a ocurrir, y sin embargo no sirvieron de nada para evitarlo. El líder cedista pensó nuevamente en un pronunciamiento militar, y nuevamente lo impidió Franco, temeroso de que el intento desencadenase la revolución.
 
El derechista don Niceto había acabado de derrotar a las derechas vencedoras de la revolución del 34. A principios de enero de 1936, aquél disolvía las Cortes y el Gobierno de Portela Valladares convocaba nuevas elecciones. Esta decisión empujaba la República a la fase final de su atormentada historia.
 
 
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