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Luis Herrero Goldáraz

La era de la exageración

Yo no sé por qué sorprendió tanto en su momento aquello de que el tiempo es relativo, si a mí me parece una obviedad.

Yo no sé por qué sorprendió tanto en su momento aquello de que el tiempo es relativo, si a mí me parece una obviedad. Por ejemplo, ahora mismo sólo tengo que recuperar aquello que decíamos hace dos meses escasos –eso de que después de la pandemia íbamos a ser todos mejores personas y seres humanos modélicos– para caer en la cuenta de que igual dos meses son dos lustros y nosotros no nos hemos dado cuenta. Porque otra cosa no puede explicarlo. Para mí que en lo que nuestro calendario marca un día en realidad vienen encerrados varios meses; y por eso ahora, que además vivimos sumergidos en un paisaje invariable, cuando echamos la vista atrás lo hacemos como si fuéramos Brad Pitt en El curioso caso de Benjamin Button: mucho más viejos aunque no lo aparentemos.

Evidentemente, hablar de vejez es una exageración. Los ancianos son venerables casi siempre –o al menos así prefiero seguir figurándomelos yo–, y no creo que ese adjetivo pueda aplicarse a la mayoría de los adultos que habitan hoy en las páginas de los principales periódicos. Pero de todas formas no me voy a disculpar. Antes bien me reafirmo, y añado además que no podría haber una mejor licencia en estos momentos. Al fin y al cabo, vivimos en la era de la exageración; algo que se manifiesta perfectamente en el hecho de que, no contentos con que haya caído del cielo una enfermedad exagerada, nos hemos puesto a exagerar sus consecuencias nosotros mismos.

Lo hicimos por ejemplo cuando no creíamos que fuese nada grave. Recuerdo que por aquel entonces uno podía mofarse hasta de los chinos sin tener que pasar después necesariamente por el tribunal inquisitorial del chiste. Después nos dejamos arrastrar por la inercia del jolgorio y decidimos retrasar exageradamente las medidas preventivas para poder seguir reuniéndonos unos diitas más en aglomeraciones masivas. Ahora, al cabo de dos meses que parecen dos lustros, sólo esa mentalidad exagerada puede explicar el hecho de que habiéndonos contagiado tan pocos hayamos muerto tantos. Sin embargo, incluso en esto hay quienes también pretenden exagerar a la hora de quitarle hierro al asunto. Si por el Gobierno fuera, por ejemplo, la situación de España sería modélica en todo el mundo. Tanto es así que, a falta de estudios que corroboren sus anhelos, se los inventan.

Y es que nuestra manera de exagerarlo todo es estructural. Poco a poco hemos ido forzando la situación tanto que hemos llegado a límites que rozan el sketch de Vaya Semanita. En Madrid, sin ir más lejos, tenemos por un lado a una presidenta de la Comunidad acusada de aceptar regalos con forma de pisos de lujo alentando una revuelta de golfistas; y por el otro a un diputado de Podemos despreciando a sus vecinos del barrio de Salamanca por haber tenido la desfachatez –aunque para él posiblemente será una fachatez– de haber empezado una revolución de cacerolas a la que él no estaba invitado. Uno estaría tentado de pensar que el "jarabe democrático" sólo puede recetarlo Pablo Iglesias, pero se reserva estas reflexiones para dar cabida a otras más acuciantes. A saber: que quizás en todo esto el titular no deba ser que los que han salido a la calle a protestar son pijos –como si los pijos cayetanos no tuviesen derecho a hacerlo pero los pijos de la complu sí–, sino que un grupo social determinado está lo suficientemente molesto con la deriva del Gobierno como para denunciarlo en masa a pesar del riesgo de contagio. A partir de ahí, lo que ya no está tan claro es quién de todos está siendo más exageradamente irresponsable: si aquel que intenta gobernar sin tener en cuenta a una buena parte de sus gobernados o si aquellos que no se dejan gobernar ni en mitad de una pandemia.

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