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Mikel Buesa

Economía del 11-M

En la bolsa de Madrid las cotizaciones de los valores del Ibex-35 experimentaron una contracción, atribuible a los atentados, del 7,2 por ciento

La conmemoración de los atentados yihadistas que tuvieron lugar el 11 de Marzo de 2004 en Madrid ha sido la ocasión para retomar algunos viejos análisis sobre sus objetivos, organización y autoría, a la vez que para que se hayan publicado nuevas aportaciones clarificadoras de estos asuntos, como el libro ¡Matadlos! del profesor Fernando Reinares. Sin embargo, nada se ha dicho acerca de los aspectos económicos que se envuelven en esos atentados. No me sorprende, pues ya en su día la sociedad y las instituciones españolas les prestaron una atención marginal y, de hecho, quienes tuvimos la ocasión de investigarlos nos vimos obligados a publicar los resultados obtenidos fuera de España, donde hay verdadero interés por la economía del terrorismo. Por ello, en este artículo recurro a los trabajos que, realizados por el grupo de profesores reunido en la Cátedra de Economía del Terrorismo de la Universidad Complutense, se publicaron en el libro que tuve ocasión de editar junto a Thomas Baumert con el título The Economic Repercussions of Terrorism.

El primer aspecto a considerar en esa economía del 11-M se refiere al coste de los atentados y a los recursos de que dispuso la célula yihadistas que los perpetró. La información policial cifró ese coste entre 135.000 y 150.000 euros, teniendo en cuenta el valor de los explosivos utilizados, el pago de alquileres de los tres inmuebles que albergaron a los terroristas, los gastos en teléfonos móviles y las necesidades de numerario de los componentes de la célula. Pero ésta dispuso de unos recursos mucho más amplios a juzgar por el valor de las drogas —entre 1,35 y 1,53 millones, según sea el precio aplicado en su estimación— y el dinero —157.000 euros— incautados por las fuerzas policiales. Unos recursos que pudieron acumularse a partir, fundamentalmente, de las actividades delictivas realizadas por los componentes del grupo —como el robo de vehículos, el tráfico de estupefacientes y la falsificación de documentos—, así como de las aportaciones personales de algunos de ellos. El modelo de financiación seguido por los terroristas del 11-M era bastante común entre las células yihadistas de la época, por lo que este caso no aportó innovaciones en esta materia.

Están, en segundo lugar, los daños causados por los atentados y los costes de la movilización de recursos policiales, sanitarios y de solidaridad congregados para paliarlos. En su momento, el grupo de investigadores al que antes he aludido estimó el conjunto de todos ellos en 211,6 millones de euros, de los que la partida mayor era la que correspondía a la indemnización de las víctimas de acuerdo con los baremos que en aquel momento se solían aplicar a los muertos y heridos en atentados terroristas. Tal partida la valoramos en 134,1 millones de euros; pero a la vista de los acontecimientos posteriores es preciso corregir fuertemente al alza este cálculo hasta llegar a los 397,2 millones, con lo que los costes totales habría que elevarlos hasta 474,7 millones de euros. ¿Qué es lo que ocurrió para que ahora haya que considerar más que duplicados los daños ocasionados por los atentados? Pues sencillamente que los jueces incrementaron en este caso, de manera sustancial, las indemnizaciones por responsabilidad civil con respecto al nivel que se venía aplicando para este concepto en la Audiencia Nacional. Seguramente se quiso dar así una muestra especial de solidaridad hacia las víctimas por las connotaciones emocionales y políticas de los atentados, aunque sin duda también influyó el hecho de que, unos meses antes de la sentencia, el mismo tribunal había otorgado a un diputado socialista, herido en una acción terrorista de ETA, tres millones de euros, la mayor indemnización de cuantas se han aprobado por la Audiencia Nacional a lo largo de su trayectoria.

El tercer capítulo de esta economía del 11-M ha de referirse al impacto que tuvieron los atentados sobre la economía regional de Madrid. Éste fue poco significativo y de carácter transitorio, de manera que apenas afectó a los indicadores generales. De hecho, el PIB madrileño creció en 2004 en un 3,6 por ciento, medio punto por encima de la tasa del año anterior. Sin embargo, durante varios meses, hubo algunos sectores de la economía que se vieron afectados por la deriva de los atentados. Es el caso del sector turístico, en el que hubo una pequeña reducción de las reservas hoteleras y un cierto retraimiento de la demanda en los bares y restaurantes durante las semanas inmediatamente posteriores a la acción terrorista. También se vio perjudicado el sector del transporte ferroviario de cercanías —con una caída de casi el 13 por ciento en cuanto al número de viajeros en el mes de los atentados, y un tres por ciento en los cuatro meses siguientes—; sin embargo, el impacto sólo se notó el día de la acción yihadista tanto en los autobuses, que redujeron sus usuarios en un 8 por ciento, como en el metro, donde la caída llegó hasta el 21 por ciento, restableciéndose posteriormente los niveles habituales de viajeros. En el sector del ocio, en cambio, la contracción de la demanda fue más intensa, siendo la actividad más dañada la de las salas de teatro, donde se perdieron en cinco meses, hasta que se restableció la normalidad, más de 240.000 espectadores y unos ingresos de entre tres y cuatro millones de uros. Y, finalmente, en la bolsa de Madrid las cotizaciones de los valores del Ibex-35 experimentaron una contracción, atribuible a los atentados, del 7,2 por ciento que tardó veinte días en recuperarse.

Por último, hay un aspecto más permanente de esta economía del 11-M, que persiste hasta nuestros días y que se refiere al incremento en los gastos de seguridad que ha asumido la sociedad española para prevenir y combatir el terrorismo yihadista. Los datos de que se dispone sobre este asunto, debido a un secretismo absurdo de nuestras autoridades gubernamentales, son insuficientes para valorarlo completamente. Sin embargo, los datos reunidos por Aurelia Valiño y Joost Heijs, referidos tanto a los Ministerios de Interior, Defensa y Justicia, como a los de la Comunidad de Madrid y las empresas públicas de transporte, permiten señalar que, como consecuencia de las acciones emprendidas tras los atentados, el gasto en seguridad se incrementó en un promedio anual de 488,5 millones de euros. Este gasto ha proporcionado tranquilidad a la sociedad española y está compensado por el efecto macroeconómico que puede estimarse para la ausencia de atentados yihadistas que se ha logrado desde entonces.

La economía del 11-M, y la del terrorismo en general, tiene, como el lector puede ver, aspectos muy variados cuyo conocimiento puede ayudar a la prevención del terrorismo. Por eso, creo que merecería la pena que se hiciera un mayor esfuerzo en su análisis y comprensión. No obstante, dada la incuria que exhiben tradicionalmente nuestras autoridades en esta materia, solicitar ese empeño tan vez sea como pedir peras al olmo; una tarea inútil condenada, como tantas otras, al más estruendoso fracaso.

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