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Mikel Buesa

Pactar el Gobierno

De lo que vemos y escuchamos no se desprende que los dirigentes de nuestros partidos políticos hayan aprendido nada de la experiencia reciente.

Después de tantos meses de interinidad, y arrancada ya una campaña electoral de repuesto, la única incógnita que merece la pena comentar es la que se refiere a los futuros pactos para formar Gobierno. Y ello no porque tal asunto preocupe mucho a los españoles, pues no olvidemos que, según el CIS, apenas uno de cada cinco se encuentra interesado en el tema, sino porque algo habrá que hacer para corregir el deterioro institucional que está experimentando el país en frentes tan variados como el de su sistema de partidos políticos –conectado estrechamente con su sistema electoral–, la corrupción, el respeto a las libertades públicas –singularmente en lo que atañe a la libertad religiosa y, en conexión con ella, a la de enseñanza–, o los de carácter territorial –que se extienden como una plaga con los nacionalismos populistas y que amenazan con desequilibrar definitivamente la economía del sector público, además de intentar desmembrar el país.

El caso es que esa incógnita sigue como estaba antes de que se convocaran las elecciones, pues ninguno de los partidos ni sus candidatos se han prestado a despejarla, salvo Podemos, que aspira a tener como segundón al PSOE. Ayer se celebró el esperado debate a cuatro, con toda su parafernalia televisiva, su campaña promocional y su suspense, para dejarnos igual que estábamos. Cierto es que observamos cómo Mariano Rajoy eludía habilidosamente la quema, vimos a un Pedro Sánchez desubicado y empequeñecido, contemplamos a un Pablo Iglesias elusivo de revoluciones y desplegado hacia la parroquia izquierdista, y descubrimos a un Albert Rivera agresivo con los populistas y severo con la derecha, mientras lanzaba la red de pesca en el mar del centro. Pero nada de ello sirvió para entrever siquiera mínimamente lo que nos espera en materia de Gobierno para después de las elecciones.

Más aún, de lo que vemos y escuchamos no se desprende que los dirigentes de nuestros partidos políticos hayan aprendido nada de la experiencia reciente. Una experiencia que señala que el electorado se ha fragmentado y ha descubierto que, a pesar del sistema electoral, puede tener voz; que indica la ineludible necesidad de los acuerdos postelectorales para dar salida a la gobernación; y que revaloriza el carácter parlamentario de nuestro sistema político. Es precisamente este carácter el que contrasta con el impulso presidencialista que, desde hace años, pretenden dar todos los partidos políticos a las elecciones generales. Todos sabemos que los españoles no elegimos al presidente del Gobierno; y sin embargo parece como si lo que se dirimiera fuera sólo eso, la presidencia, y como si en ella estuviera resuelto el problema de la gobernación del país. Muchos años de mayorías absolutas, o de sucedáneos de éstas cuando la única condición era no molestar a los nacionalistas, han deshabituado a los partidos del juego de la formación de consensos y dejado las habilidades negociadoras fuera de las practicadas por los políticos. Pero ahora son tales habilidades el requisito fundamental para dar salida al país.

Ahora, de lo que se trata es de pactar el Gobierno de manera que cuente con el respaldo político suficiente como para sacar adelante la legislatura. Pactar un Gobierno no es sólo proveer la investidura de un presidente; es, por una parte, concertar una agenda de problemas y un programa de actuaciones para resolverlos y, por otra, repartir el poder concretado en los centenares de puestos que es necesario cubrir para controlar el Estado. Ambos elementos resultan imprescindibles y eludirlos, como ocurrió con el tándem Sánchez-Rivera en la reciente legislatura fallida, es conducir el proyecto al fracaso, porque el primero no es un mero catálogo de medidas, sino más bien una visión compartida de la sociedad y sus necesidades de desarrollo, y el segundo determina el compromiso de cada partido participante con la gobernación del país.

En esta España que nos ha tocado vivir, parece que algunos partidos políticos son incapaces de comprender la situación creada por los electores y de comprometerse para resolverla. Son los que definen su política en términos simples de oposición a los otros –como Sánchez cuando concreta su programa en un catálogo de derogaciones– o los que tienen miedo al ejercicio del poder –como Rivera cuando elude lo que él suele denominar el reparto de sillones–. Lo cierto es que, de momento, entre los cuatro partidos principales, sólo dos parecen tener clara la cuestión: el PP, por un lado, que sin embargo no se ha desprendido de su pachorra conservadora, y Podemos, por otro, que aspira a un cambio revolucionario. Entre la pachorra y la revolución está el juego. Esperemos que los que salgan elegidos en las urnas sean capaces de aligerar la primera para entrar en una etapa reformista de la política que nos permita evitar la segunda.

En España

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