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Ricardo Ruiz de la Serna

Ahora, Ucrania Oriental

El peligro más serio para Rusia es la aproximación de Ucrania a la OTAN en cualquiera de sus formas.

Hace menos de un mes, la República Autónoma de Crimea se incorporó a Rusia tras un proceso fulminante de proclamación unilateral de independencia, escisión de Ucrania, referéndum, solicitud de incorporación y aceptación en el seno de la Federación. De nada sirvieron ni la condena de la Asamblea General de Naciones Unidas ni las amenazas de sanciones por parte de la Unión Europea y los Estados Unidos. Los intereses de los Estados nacionales y el deseo de estabilizar lo que quedaba de Ucrania han prevalecido hasta ahora. Es cierto que algunos rusos y ucranianos vinculados con el Gobierno de Yanukóvich y acusados de violaciones de derechos humanos han sufrido, por ejemplo, la congelación de sus activos Europa y los Estados Unidos, pero la respuesta de Occidente –permítanme el término heredado de la Guerra Fría– ha sido tibia y poco eficaz. Ha servido más para constatar la debilidad occidental que el compromiso con Ucrania.

En realidad, el peligro más serio para Rusia es la aproximación de Ucrania a la OTAN en cualquiera de sus formas. Moscú siempre ha visto las relaciones con la alianza occidental en términos geoestratégicos. Cada acercamiento de la Alianza a las fronteras rusas se ha interpretado como una amenaza, cuando no como un acto de abierta hostilidad. Quizás aquí hubo cierta precipitación en los primeros días de la crisis de Crimea. Polonia, por ejemplo, invocó el artículo 4 del Tratado del Atlántico Norte, que prevé la llamada a consultas de los países miembros de la Alianza, debido a las maniobras rusas en Kaliningrado, el enclave ruso fronterizo con Lituania y Polonia. Así como las sanciones económicas y comerciales están condicionadas no sólo a la voluntad política de los Estados sino a cierta Realpolitik –los intereses de los Estados no tienen por qué coincidir con los de las grandes empresas–, los movimientos militares son diferentes. El despliegue ruso en Crimea asustó a los países del antiguo espacio soviético, como las repúblicas bálticas, que ven cómo la política de protección de la población rusa puede crearles serios problemas. La OTAN sería, pues, la garantía de una protección sólida frente al peligro ruso. El proceso de adhesión de Ucrania a la OTAN, que comenzó en 2008, podría cobrar un nuevo impulso y el referéndum necesario para ello tendría un resultado favorable si los prorrusos no votan.

Sin embargo, las cosas son algo más complicadas.

El primer peligro es que la invocación del riesgo de guerra –que hoy por hoy nadie desea– se convierta en una profecía autocumplida. Esto ya ha ocurrido antes en Europa. Las amenazas cruzadas terminan precipitando movimientos y decisiones que de otro modo no se hubiesen producido. Moscú invitó en varias ocasiones al pragmatismo después de los hechos consumados en Crimea. Por otro lado, era obvio que Occidente no tenía la voluntad política –es decir, intereses– de involucrarse más en Crimea. El primer ministro ruso, Dimitri Medvedev, anunció que no se exigiría, por el momento, visados a los ucranianos. Así, hubo intentos de enfriar la situación. Hasta ahora, esos intentos parecen haber fracasado.

El Gobierno de Kiev ha nacido con un problema de legitimidad de origen para la población rusa de Ucrania, y esto es difícil de resolver. Cuanto más se agita el fantasma de la guerra, más argumentos se dan a los ucranianos prorrusos para temer por su suerte y más se refuerza la política rusa de protegerlos más allá de las fronteras de la Federación. Admitámoslo: en la cuestión de Ucrania hubo un error de cálculo. Se subestimó la reacción que Rusia tendría, y no es la primera vez que ocurre. Cuando se planteó la posibilidad de bombardear Siria para ayudar a los rebeldes, Moscú lideró un frente de oposición política y diplomática que terminó salvando a Asad y, con él, el interés nacional de Rusia en la región. Moscú no duda en defender a sus aliados. Occidente no puede decir lo mismo.

Desde que Yanukóvich apareció después de su fuga y negó legitimidad a los revolucionarios de Maidán, se veía venir que –mientras el Gobierno de Kiev no resuelva su problema de legitimidad y garantice los derechos de los rusos– la inestabilidad va a seguir y la política de hechos consumados seguirá funcionando. Cuando se rompen las reglas, el más fuerte impone su voluntad y, por el momento, Moscú ha invertido más esfuerzos que Occidente en imponerse. Tal vez se deba a que los países de la Unión Europea e incluso los Estados Unidos tienen divisiones internas. En el caso europeo, no todos los países apoyan un endurecimiento de la política hacia Rusia, aunque todos condenen lo ocurrido en Crimea. En el caso estadounidense, la debilidad de John Kerry y de la Administración Obama ponen en peligro el liderazgo político de Washington. Desde Corea del Norte al plan de paz palestino-israelí, pasando por Venezuela y Siria, Kerry no tiene la capacidad política que uno supondría a la vista del poder militar de los Estados Unidos. El Kremlin ha sido más hábil a la hora de contener los movimientos de la Casa Blanca que a la inversa.

Ahora bien, la escalada de tensión puede descontrolarse.

Los prorrusos se han hecho fuertes en tres plazas de gran importancia: Járkov, la segunda ciudad del país; Donetsk, donde se ha proclamado una república popular, y Lugansk. Sin duda, cuentan con el apoyo oficial u oficioso de Moscú, que ya ha demostrado en Crimea que no abandona a quienes recurren a la protección rusa. En la localidad de Slaviansk, que pertenece administrativamente a Donetsk, hombres armados han tomado comisarías de policía; Kiev ha enviado tropas para hacerles frente y evitar una deriva secesionista que confirmaría la incapacidad del Gobierno surgido de Maidán de controlar su propio territorio. En Ucrania Oriental ha habido quien se ha vestido con uniformes soviéticos para simbolizar la resistencia contra los nacionalistas ucranianos. Kiev y Moscú se acusan mutuamente de provocaciones mientras el Kremlin ha advertido de que defenderá a los prorrusos si sufren ataques. En ese caso, no se sabe bien quién defenderá la autoridad del Gobierno de Kiev.

En realidad, la debilidad del Gobierno de Kiev, las vacilaciones de la UE y los Estados Unidos a la hora de reaccionar, la incertidumbre del rumbo político que tomará la OTAN después de la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del próximo septiembre en Newport (Gales, Reino Unido) y la exigencia estadounidense de que Europa asuma cada vez mayores responsabilidades en su propia defensa son algunas de las variables que han propiciado los acontecimientos de los últimos días.

Insisto: no hay que subestimar a Moscú a la hora de valorar sus reacciones. Durante los siglos XIX y XX la Rusia de los zares y la URSS dedicaron formidables esfuerzos a proteger las fronteras con Europa. La afirmación nacional, la profundidad estratégica y la necesidad de mostrar fuerza –real o no– frente a las amenazas o el aislamiento influyeron en decisiones políticas inesperadas o desconcertantes como el Pacto Ribentropp-Molotov de 1939. La perspectiva rusa de la Guerra Fría es incomprensible sin los peligros que acecharon a la URSS desde su nacimiento: la contrarrevolución, la guerra civil, la intervención extranjera, el aislamiento… Esto no justifica nada en sí mismo pero permite ver la realidad como la ve el otro. Ahora, una vez más, se agitan contra Moscú los mismos fantasmas. Lean los acontecimientos desde noviembre de 2013 también desde ese enfoque.

La fuerza es, pues, parte de la forma de afrontar las amenazas por parte de los Estados que disponen de ella. Trátese de la amenaza terrorista o del riesgo contra una determinada minoría, la guerra sigue siendo una alternativa real para los Estados. Por eso, no debería invocarse en vano.

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