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Xavier Reyes Matheus

Singapur, Hispanoamérica y el último déspota ilustrado

Lo paradójico es que si hay en Hispanoamérica un pensamiento semejante al de Lee Kuan Yew, ése el precisamente el de... Simón Bolívar.

Lo paradójico es que si hay en Hispanoamérica un pensamiento semejante al de Lee Kuan Yew, ése el precisamente el de... Simón Bolívar.

Una simplificación ampliamente generalizada es la que ha impuesto, en el imaginario político colectivo, la relación de causa-efecto entre los pensadores de la Ilustración y la Revolución francesa: ésta, con sus valores igualitarios y democráticos, no sería más que el fruto de la semilla sembrada por aquéllos. Pero ahora que Arturo Pérez-Reverte ha traído a cuento el asunto de las Luces con su última novela, valdría la pena "revisitar" –que dicen los cursis– aquella época cuya memoria ha sido tan manipulada por discursos posteriores. Por supuesto, lo primero que salta a la vista es que no es Rousseau el nombre de referencia en el espíritu de la Ilustración, aunque así nos lo hayan querido vender. Lo segundo es que los philosophes que alcanzaron a presenciar la Revolución –Rivarol, Raynal, Condorcet– terminaron horrorizados de sus excesos y arbitrariedades demagógicas. Lo tercero es que la admiración de personajes como Voltaire no se volcaba precisamente hacia líderes encumbrados por la soberanía popular, sino hacia autócratas modernizadores que, según él, habían enrumbado a sus pueblos por el camino de la educación, de las artes, de la ciencia, y de todo aquello que era necesario para formar una nación próspera e ilustrada. Puesto que estos progresos y conocimientos daban a la gente la facultad de pensar por su cuenta, y la sustraían a la ignorancia y a la superstición, se consideraba que aquel camino era también el único posible para llegar al auténtico y meritocrático disfrute de la libertad. Una libertad, digamos, con conocimiento de causa.

En sus espléndidos estudios históricos, Voltaire se dedicó a contar el efecto casi milagroso que esas políticas, implantadas con mano firme por sus reales artífices, habían tenido sobre las sociedades en las que se aplicaron. Francia, desde luego: en El siglo de Luis XIV, la obra consagrada a ponderar la grandeza y adelanto de su país bajo la férula del Rey Sol, el autor reconoce que en tiempos anteriores "los italianos llamaban bárbaros a todos los trasalpinos, y hay que confesar que en cierto modo los franceses se merecían esta injuria"; pues, sin poderse jactar de haber descubierto lo que otras naciones –ni mundos nuevos, ni la imprenta, ni la pólvora ni el telescopio–, y dedicados a celebrar torneos mientras portugueses y españoles se lanzaban a conquistar continentes desconocidos, sus compatriotas habían vivido durante siglos oprimidos "por un gobierno gótico, a merced de las divisiones y las guerras civiles, sin leyes ni costumbres fijas, y con un idioma que no obstante ser renovado cada dos siglos seguía siendo grosero; sus nobles indisciplinados no conocían más que la guerra y el ocio; los eclesiásticos vivían en la relajación y la ignorancia; y el pueblo, sin industria, estaba sumido en su miseria". Algo semejante había sucedido con Rusia, según el filósofo de Ferney, llevada al esplendor por Pedro el Grande y por Catalina II desde el atraso más brutal.

Este domingo, mientras la civilizada democracia española fulminaba los ojos de los espectadores con las luminarias de la política andaluza, moría a los 91 años el último de esos gobernantes que habrían elogiado Voltaire y Diderot, dejando como herencia la increíble metamorfosis que hizo de Singapur, un pequeño y olvidado punto en la ruta del comercio británico en Asia, el tercer país del mundo en renta per cápita. Lee Kuan Yew, que había estudiado en Cambridge y que accedió al gobierno con sólo 35 años, debió hacerse cargo del país cuando éste obtuvo de modo intempestivo su independencia de Malasia en 1965. El 10 de agosto de aquel año, un periodista del Sidney Morning Herald comentó: "Hace tres años no parecía viable un Singapur independiente. Nada en la situación actual hace pensar que pueda serlo hoy". El propio Lee Kuan Yew había de confesar: "Yo mismo compartía estos temores, pero no los expresaba: mi deber era dar esperanza a la gente, no desmoralizarla".

Yew, que había debido pactar con los comunistas en las primeras elecciones con las que el país pudo darse un gobierno propio, encontró en esa formación al servicio de China un pesado lastre para la implementación de sus políticas. "De tanto en tanto se nos recuerda que los comunistas no se rinden", contaba el líder en su autobiografía política, From Third Wold to First. Cuando el gobierno decidió dar un impulso definitivo al inglés como lengua de unificación nacional –algo que además representaba una herramienta fundamental en la formación de ciudadanos capaces de competir en el escenario global–, los comunistas vieron disminuida su capacidad de captar prosélitos educados en chino. "Sabiendo cuán hábiles, ingeniosos y tenaces eran los comunistas en sus mecanismos de infiltración y de manipulación, nos determinamos a que no tendrían ninguna oportunidad de volver a organizar sus frentes, especialmente en los sindicatos. Su habilidad para penetrar una organización con un cuadro de activistas influyentes y apoderarse de ella era temible", sentenciaba el presidente.

El Internal Security Department (ISD), el servicio de inteligencia de Singapur, mantuvo una constante vigilancia sobre los intentos comunistas por infiltrar las instituciones. Mientras tanto, el People's Action Party creado por Lee Kuan Yew se iba desembarazando de sus elementos más izquierdistas, con los que había trabajado en la lucha por la independencia. Con una libertad de mercado que hace aparecer siempre al país en los primeros puestos del Índice de Libertad Económica, el sistema singapurense comparte los estándares liberales sobre el desarrollo, pero rechaza los dogmatismos que se abstraen de la realidad cultural. "Mi experiencia en Asia me ha llevado a concluir que necesitamos un buen pueblo para tener un buen gobierno. Por bueno que sea un sistema de gobierno, siempre los malos líderes pueden perjudicar a la población", explica Yew. "He visto arruinarse muchas de las más de 80 constituciones hechas por Gran Bretaña y por Francia para sus antiguas colonias, y no porque tengan defectos. Era, simplemente, que las condiciones previas para un sistema de gobierno democrático no existían. Ninguno de esos países tenía una sociedad civil con un electorado educado".

Para Yew era fundamental, con miras a elevar el nivel de la vida política, comenzar elevando la calidad del equipo de gobierno. "Nos dispusimos a enrolar a los mejores para el gobierno. El problema era convencerles de entrar en política, que resultasen elegidos y que aprendiesen cómo sumar gente para su causa. Fue un proceso lento y difícil, con una gran cantidad de arrepentidos. Los ejecutivos y profesionales competentes no son líderes políticos naturales, capaces de discutir, de persuadir y de demoler los argumentos de sus oponentes en mítines, en televisión y en el Parlamento". Para tener a los mejor preparados, el gobierno no se aferró a miramientos nacionalistas y, casi en sus tres cuartas partes, contó en sus inicios con ministros extranjeros o formados fuera de Singapur.

En efecto, y aunque lamentaba el deterioro de la clase media en Gran Bretaña, Yew no perdió de vista que los lazos con la antigua metrópoli constituían un factor de civilización y una estratégica garantía de posicionamiento en el conjunto de la Commonwealth; algo que se reforzó notablemente a partir de la administración de Margaret Thatcher. Por lo demás, Estados Unidos, Japón, Alemania y la Comunidad Económica Europea fueron los socios a los que el país apuntó desde el principio. Año tras año, Singapur encabeza las listas de principales países receptores de inversión extranjera directa en los informes de la Unctad.

El reverso de semejantes políticas es Hispanoamérica. Independizada también de un país europeo, la monserga marxista, leninista y tercermundista se ha encargado de demonizar el vínculo con Occidente, hasta llegar a este logro del socialismo del siglo XXI que es una Venezuela vendida a China y hermanada con Irán. Desde hace doscientos años, el discurso democrático ha sido el santo y seña de todos los líderes y caudillos de la región, mientras el poder permanecía secuestrado en manos de elites económicas o partidistas, dotadas de una habilidad extraordinaria para sustituir las fuerzas de la sociedad civil por agentes del clientelismo. Lejos de querer asentarse sobre una masa electoral preparada y con criterio, la democracia cuenta con el voto analfabeto y/o corrompido, subastado por muy poco al demagogo que prometa más subsidios y menos esfuerzo personal. La meritocracia, pues, está condenada, y esta lógica acaba también impregnado los cuadros directivos: he ahí ejemplos como Nicolás Maduro o Daniel Ortega.

Y aunque el contraste con Singapur ha sido puesto de relieve por autores como Andrés Oppenheimer, ningún líder latinoamericano se da por aludido. Porque se sabe que en el país asiático, libre casi completamente de delincuencia, de narcotráfico y de corrupción, la ley penal no se anda con chiquitas, y los castigos no son de lo más ejemplar en materia de derechos humanos. La prohibición de mascar chicle en Singapur es hija del autoritarismo; la de mascar todo lo demás –porque a duras pena se encuentra en los supermercados– es en cambio, en Venezuela, un triunfo del gobierno que más habla de los derechos del pueblo.

Lo paradójico es que si hay en Hispanoamérica un pensamiento semejante al de Lee Kuan Yew, ése el precisamente el de... Simón Bolívar. Las similitudes pueden verse, por ejemplo, en la famosa Carta de Jamaica (1815), en donde sentenciaba el líder venezolano: "En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina". Profecía cumplida.

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