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Zoé Valdés

Jaulas por muros

Tanto cuento con el muro de Donald Trump, tanto lío con derribar muros, para caer en estos ridículos.

Cuando, hace más de 27 años, puse los pies en Francia por primera vez, quedé deslumbrada con la libertad que se respiraba en este país.

Siento afirmar que hoy en día, en lugar de ir hacia un mayor conocimiento y disfrute del privilegio de la emancipación individual, hemos retrocedido hacia una especie de ilusión permanente o de nostalgia remanente de lo perdido a nunca jamás, de una quimera que antaño acariciamos y que quizás no volvamos ni siquiera a palpar.

Recuerdo, durante los primeros años, la alegría que significaba vivir aquí, y que nos invadía al celebrar los Saint-Sylvestres en las calles de París. Esta ciudad era toda bullicio y esplendor auténtico.

Después de cenar en casa o en un restaurante nos reuníamos numerosos en los Campos Elíseos a esperar las doce de la noche y el advenimiento del Año Nuevo.

A la hora en punto, los corchos de las botellas de champán volaban por los aires, los descapotables pasaban como en ralenti llevando mujeres semidesnudas sentadas en los bordes de los asientos traseros, que alborotaban con sus descaradas sonrisas y sus senos abiertos a la gélida noche, los cuerpos espolvoreados de un palleteado dorado o plateado.

A medianoche los besos franceses o de tornillo se intercambiaban entre desconocidos, incluidos los policías –en aquella época no muchos y no muy visibles–, que muy divertidos aceptaban gustosos la afrenta del beso en la boca, con enredo de lenguas y todo cuento.

Desde hace unos quince años este país ha cambiado una enormidad. Los corchos de las botellas de champán brillan por su ausencia, prohibido descorchar una botella bajo el pretexto de que se podría confundir el sonido con el de un explosivo, y acto seguido se consiga amedrentar a la población. Los desnudos elegantes también abolidos en las calles, debido a que algunas religiones se sienten más que afectadas: agredidas (a mí lo que me agrede son, por el contrario, las burkas y las abayas saudíes, que pululan). Desaparecieron, por tanto, los besos y los elegantes descapotables.

Los Campos Elíseos se abren –es un decir– a una multitud que aglutina la desconfianza y un cierto desprecio cuando no rencor, gente esquiva y rara que no quiere pertenecer, mucho menos integrarse, y que se amontonan con el único objetivo de molestar, de inhibir.

Aquello de besar a un policía ni pensarlo, más bien en lo que terminan los festejos es en descontrol y violencia, como ha ocurrido hace unos días en Champigny-sur-Marne, donde fueron quemados alrededor de 300 coches y brutalmente apaleados dos agentes del orden, entre ellos una mujer, que se halla en estado crítico.

Pues sí, desgraciadamente en esto se ha convertido este país, mi país, y París, mi ciudad. El 31 de diciembre pasado la cita no fue debajo de la Torre Eiffel, por miedo a que ocurriera lo peor, otro ataque terrorista. La cita volvió a ser entonces –como en los años ochenta y noventa– en la lujosa avenida de los Campos Elíseos, cerrada esta vez a la circulación de vehículos.

Más de diez mil policías debieron ser movilizados para vigilar, y no para compartir los festejos, y mucho menos para permitir beso alguno. O sea, la arteria más libre del mundo transformada en un espacio cerrado y controlado.

En Alemania, por su parte, se crearon específicamente para este fin de año también sitios cercados exclusivos para mujeres, cosa de evitar las violaciones. Así y con todo, se han registrado hasta el día de hoy diez casos de violaciones.

Tanto cuento con el muro de Donald Trump, tanto lío con derribar muros, para caer en estos ridículos, porque como escribió un tuitero español: "Terminaron creando jaulas, allí donde derribaron muros".

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