Es una evidencia inocultable la fascinación enfermiza que despierta la violencia sin límites del terror islamista entre los deudos de aquella izquierda que se quiso partera de la Historia. Aunque lo sorprendente de la reacción que está suscitando el resurgir del terror político extremo en el escenario occidental no son esas adhesiones que suscita, sino, por el contrario, la praxis que se revela incapaz de generar. La verdadera anomalía que debiera invitarnos a la reflexión no reside en que existan europeos garabateando "Osama, mátanos", en los muros de Madrid o París. Por el contrario, lo que tendría que desbordar nuestra capacidad de asombro es el oculto resorte cultural que evita a un joven europeo estándar lanzarse a la calle armado de un kalashnikov, tras haber interiorizado todo lo que le han explicado al terminar el Bachillerato. Eso habría de despertar nuestra perplejidad, y no lo contrario. Que parte de sus capacidades cognitivas aún sean recuperables, después de resultar expuestos en horario infantil a manuales-basura mil veces más tóxicos que las cerezas de la Otero, he ahí el enigma a descifrar. Basta con ojear cualquier texto escolar de ciencias sociales para llegar a esa conclusión. Porque al terminar el repaso, cualquiera con dos dedos de frente acaba de descubrir la gran superioridad del nazismo sobre el marxismo-leninismo: que el primero se extinguió en 1945.
"No han entendido la caída del Muro de Berlín". Con esa convención se suele saldar la pulsión nihilista de una facción desmesuradamente amplia de nuestro establecimiento cultural (la que deforma a los que malforman a unos donceles que, contra toda lógica, luego se abstienen de inmolarse envueltos en explosivos ante los mostradores de los McDonald´s). Y tampoco es ésa la cuestión. Porque lo que realmente no acceden a interiorizar esos cráneos privilegiados es otra pintada, la que un berlinés genial escribiera en el pedestal de la estatua de Marx: “Proletarios de todos los países de la Tierra… ¡Perdonadme!”.