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José García Domínguez

¡Viva la muerte!

hoy únicamente nos faltan las imágenes de aquellas palestinas berreando su felicidad al estilo sioux para contemplar otra vez, calcado, el gozoso festival necrófilo que celebraran tantos medios españoles tras el 11-S

En mala hora, el viernes 1 de octubre de 1999, a Jean-François Revel le dio por encender el televisor de su casa parisina. A partir de aquel instante, esto fue más o menos lo que vio, según luego confesaría perplejo en La gran mascarada. Cierto sujeto que decía proceder de Barcelona y llamarse Pepe Carvallo celebraba un festín privado tras la pantalla a base de grasas, sebo, colesterol y pulpo a feira. Absorto en su gran bouffe y permanentemente sumergido entre arrecifes de féculas y marismas de carbohidratos, el tal Carvallo no cesaría de repetir con la boca llena que él era “de izquierdas”. Así, hora y media. Hasta que, al final, el héroe, lleno –que no saciado–, entre discretos eructos – es de presumir que coordinados con otras evacuaciones complementarias–, asistía somnoliento al enfrentamiento a tiros entre los dos malos de la cinta, ambos neonazis. En esa última escena, aunque ensimismado en sus pensamientos –sin duda, una gran tarta de queso y arándanos cubierta de nata– Pepe observaba de reojo al facha que se había llevado la peor parte en la balasera. Momento cumbre en el que éste, justo antes de expirar, gritaba a su ejecutor y ex compinche, el otro hitleriano: “¿Por qué has hecho esto cuando íbamos a ganar por fin nuestra lucha a favor del liberalismo mundial?”.
 
Tal vez sea cierto que compartimos el noventa y ocho por ciento de la hoja de ruta genética con los chimpancés del zoo, pero la causa profunda de la fobia a América y a su modelo de sociedad liberal, de nuevo reavivada aquí con la excusa del Katrina, habría que buscarla en otra parte; en el mando a distancia de la tele, sin ir más lejos. Porque hoy únicamente nos faltan las imágenes de aquellas palestinas berreando su felicidad al estilo sioux para contemplar otra vez, calcado, el gozoso festival necrófilo que celebraran tantos medios españoles tras el 11-S. Y es que ese odio patológico a los valores del constitucionalismo liberal que representa América, ése que a duras penas consiguen disimular ahora mismo tantas plañideras creadoras de opinión, encubre una enfermedad moral más devastadora que todos los tifones del mundo.
 
El propio Revel, tras visionar aquella obra de arte, adelantó su propio diagnóstico de urgencia. Las ideologías –razonó entonces– tienen dos maneras de morir: en los hechos y en las mentes. Pueden, sin ningún problema, haber finiquitado en los primeros y seguir gozando de una buena salud de hierro en las segundas; no dirigir en absoluto la acción, y, sin embargo, monopolizar el escenario del discurso. Nadie se extrañe, pues, de que en el momento justo en el que la izquierda está a punto de ganar la guerra civil del 36, Millán Astray haya resucitado en Nueva Orleans travestido de diputada del PSC.

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