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Alberto Acereda

Derechos... y deberes humanos

La base de la convivencia entre los hombres y los pueblos tiene una carta fundamental y de necesario cumplimiento: la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948). Desde entonces, ni los repugnantes fascismos totalitarios ni los fracasados comunismos marxistas respetaron nunca ninguno de los treinta artículos de dicha Declaración. Hoy se siguen violando en la Cuba socialista de Castro, en la Venezuela de Chávez y, desde luego, en todos los países del fanatismo islámico.
 
A la izquierda antiamericana, entre la que aparece el socialismo español heredero de los GAL, se le llena la boca hablando de las “torturas” norteamericanas en Irak. Hablan de derechos humanos, pero silencian que uno de los países que más los respeta y defiende es justamente Estados Unidos. Así lo prueban todos los informes de la ONU y hasta los de agencias tan sectarias como Amnistía Internacional o Human Rights Watch. La izquierda antiamericana es la que silenció las fosas de kurdos gaseados por Saddam Hussein. La misma que ahora calla ante el hallazgo en Irak de armas de destrucción masiva en los artefactos con gas sarín empleados por los terroristas islámicos.
 
Desde el 11-S vivimos la Tercera Guerra Mundial. Es la guerra declarada a los países libres y democráticos por parte del terrorismo islámico fanático. El 11-M fue un recordatorio de esa guerra, para los que puedan pensar que exageramos. Nuestro enemigo no es Estados Unidos, sino los terroristas. Por eso, los soldados estadounidenses y sus aliados internacionales están en Afganistán, en Irak y en otras partes del mundo combatiendo el terrorismo. En la guerra se cometen errores pero su objetivo, que es el de todo ser humano libre, es derrocar la tiranía y permitir un proceso democrático en países vejados por gobiernos terroristas que masacraban a sus ciudadanos.
 
La cuestión no es simple. Los derechos humanos prohíben la tortura de cualquier ser humano (art. 5), pero también exigen el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de toda persona (art. 3). Quienes violan, por tanto, los derechos humanos son los terroristas, no los soldados de los países democráticos. Los corruptos que abusaron de los criminales iraquíes en Abu Ghraib están ya siendo juzgados y encarcelados en Estados Unidos. Los asesinos que degollaron a Nicholas Berg acampan a sus anchas. Esa es la diferencia entre la legalidad democrática y el terrorismo sanguinario.
 
Los detenidos en Irak no son prisioneros de guerra sino terroristas. Por tanto, ninguna de las cuatro Convenciones de Ginebra puede aplicarse a estos individuos porque no son soldados con uniforme sino cobardes asesinos que tomaron parte activa y criminal en las hostilidades. Al hacerlo no están amparados por tales Convenciones. Pero aun así, y como muy bien detallaba el editorialista del Wall Street Journal (17 de mayo), los métodos de interrogación norteamericanos se ajustan a la ley internacional. Así lo indica la Cuarta Convención de Ginebra (1949), por la que la fuerza ocupante está obligada a usar a su discreción las provisiones necesarias para mantener la seguridad, la ley y el orden (art. 64), incluida la aplicación de la pena de muerte a quienes amenacen la seguridad física de sus soldados e instalaciones militares (art. 68).
 
Estados Unidos no ha llegado a eso, pero sabe que al terrorismo hay que plantarle cara con la ley en la mano. Cada captura de un terrorista implica obtener de él la mayor información posible para salvar vidas. Resta luego encarcelarlo a perpetuidad para extirpar el terrorismo criminal, venga de donde venga. Hay miles de asesinos sueltos que no dudarían ni un minuto en acabar con nosotros. Les importa un bledo si usted o yo somos de izquierdas o de derechas, altos o bajos, si hablamos español o catalán, inglés o francés. La cuestión es exterminarnos. Por ahora, lo están logrando gracias a la ayuda de quienes retiran a sus soldados y encima atacan a quienes nos defienden.
 

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