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Alberto Gómez

Derechos 2.0

Así nacieron los llamados "nuevos derechos", un chollazo basado en la capacidad de la clase política para imponer su visión a la gente de la calle por medio de unos medios que también dominan.

Ahora vemos que cuando nacionalistas y socialistas acudieron al rico panal del consenso de la transición no fue por un afán de reconciliación, sino por la promesa de repartirse el dedo embalsamado de Franco. Así, la Constitución consagró un régimen en el que, meses antes de las elecciones, los líderes deciden quiénes se van a sentar en todos los órganos de representación. Y los agraciados lo celebran sin esperar a las votaciones. Eso y el amplísimo campo para la intervención estatal que la Constitución garantiza a los poderes públicos bastó para convertir la sociedad en un fangal donde la clase política ha vivido su propia ficción, y la ha impuesto en la calle con su dominio de todo lo que se mueve. Es muy interesante el ver cómo esa clase política se ha ido legitimando según las circunstancias.

La vocación interventora –no por casualidad– de la Constitución dio para una expansión de regulaciones con el fin de proteger, en teoría, derechos de los más débiles. En realidad, el creerse que algún político español defiende los derechos de los débiles es como creerse que los alienígenas de Andromeda defienden los crustáceos de la fosa de las Marianas. Con la Constitución en la mano, a esos privilegiados, amigos de privilegiados, no les liga ninguna obligación conocida con el votante medio, no ya los marginados. Hace treinta años era noticia el que un sector de actividad no tuviera su propia ley reguladora. Pero la revolución conservadora y la caída del muro de Berlín parecieron dejar huérfanos de legitimidad a sectores enteros de la intervención estatal. Se abrió entonces el filón de las privatizaciones y desregulaciones, para las que se crearon comisiones para defensa de la incompetencia, trampas desreguladoras y cualquier cosa que dilatara el proceso.

La legitimidad en la democracia siempre está pendiente de la cabezonería del elector, ese tirano tan desagradable que hay que ver cara a cara en la circunscripción unipersonal. En cambio, la legitimidad en una partitocracia sólo depende de convencer al pueblo de que éste es demasiado tonto o demasiado malo como para resolver sus propios problemas: ¿Tú no querrás que ocurran las cosas que salen en los telediarios no? Pues ésas son cosas que deben arreglar los políticos, ¡vota!

Ya los nacionalistas  habían creado toda una industria plañidera de los derechos colectivos minoritarios frente a una supuesta opresión. Los derechos al uso no son tan rentables como los derechos de minorías contra la mayoría, sobre todo si la supuesta víctima tiene poder; víctimas como, por ejemplo, los profesionales con mucho tiempo libre en los medios de comunicación, el artisteo y la universidad, que no son precisamente focos de marginalidad sin voz propia.

Así nacieron los llamados "nuevos derechos", un chollazo basado en la capacidad de la clase política para imponer su visión a la gente de la calle por medio de unos medios que también dominan. Millonarios gays y feministas trabajan con los políticos culpando al votante medio, mucho más pobre, por ser despreciables machistas, marujas retrógradas y homófobos recalcitrantes, además de egoístas psicópatas y centralistas antropófagos. Y eso con las mismas técnicas publicitarias con las que les llaman gordos y feos para venderles la última estafa cosmética o alimentaria en envase minimalista: si queréis  salir de la caverna y pasar por ser modernos, además de comulgar con bífidus todas las mañanas, deberéis repetir los eslóganes de la propaganda institucional y meter una limosna electoral cuando toque, a beneficio de las causas de los llorones millonarios oficiales.

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