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Bernd Dietz

Aprendemos despacito

Avanza la historia malamente. Constantes humanas como el cretinismo, la crueldad y el resentimiento rigen más persuasivas que la ilustración, la generosidad y la vocación de entender.

El fin de la historia no llega aún, aunque ciertos optimistas lo presumieran hace veinte años tras desplomarse, él solito, el comunismo. Al cundir públicamente que el socialismo real sólo sabía sostenerse con coerción y cadáveres, puesto que su economía política comportaba un error criminal, muchos racionalistas creyeron que el liberalismo democrático se quedaría sin el famoso enemigo encantado de sajarle la garganta. Que la mayoría de los seres humanos se dejaría guiar por el sano egoísmo de impulsar las políticas constatablemente conducentes a la libertad individual, la mejora del nivel de vida y una convivencia sensata. Aunque el precio a pagar fuese la desigualdad, no de apellido o punto de partida (según avala el caciquismo ancestral e imponen los casposos capos del PSOE), sino de recompensa legítima en el punto de destino (al aceptarse, albricias, que arraigasen las diferencias de inteligencia y laboriosidad en ecuanimidad meritocrática).

Se pasaron de triunfalistas, los alumnos de Allan Bloom. No contaron con irracionalismos fundamentalistas como la religión, el nacionalismo, la etnicidad o los delirios identitarios. Desoyeron la furia del rencor. No previeron que el mesianismo desacreditado de los Stalin, Mao, Castro o Pol Pot acabaría fabricando nuevos pretextos para justificar la guerra sin cuartel contra el mercado. Considérese el ecologismo, ardid particularmente cínico y malévolo, toda vez que fue durante la larga noche de la dictadura del proletariado (más bien de la nueva clase oligárquica de Milovan Djilas), bajo el férrea bota de las tiranías marxistas, al no poder siquiera existir la propiedad privada del suelo o la industria, cuando más salvajemente se contaminó la naturaleza, con menos miramiento se exterminaron especies y más se despreció la sostenibilidad del medio ambiente. Tal si los pederastas (eclesiásticos o sartreanos) exigieran controlar las guarderías, alegando piadosamente la protección de la infancia.

Parecidamente chusco es el apoyo del progresismo a los fanatismos religiosos más ansiosos por eviscerar personas, según atestigua el maridaje entre chavismo e islamismo. Que Estados Unidos practicara algo equivalente cuando Afganistán era comunista, endiosando a Ben Laden para que masacrara soviéticos, no exculpa moralmente el hecho de que el comandante haya sembrado la Amazonía de misioneros chiitas, consagrados a islamizar en masa a los indígenas. Repugnan esas fotos de niñitos de la tribu Wayuu, ya sin un taparrabos rousseauniano por demás muy ajustado al clima, ellas tapadas de la cabeza a los pies, ellos de yihadistas de Hezbollah, con su cinturoncito de bombas de juguete. Algo bastante más siniestro que la "Revolución Teocrática Venezolana" del "hermano Comandante Muslim" Teodoro Rafael Darnott, macarra de momento preso tras haber atentado con bombas contra la embajada estadounidense. ¡Si Rosa Luxemburgo levantara la cabeza!

Avanza la historia malamente. Constantes humanas como el cretinismo, la crueldad y el resentimiento rigen más persuasivas que la ilustración, la generosidad y la vocación de entender. Que nos lo digan a los que hemos padecido eso que Gabriel Albiac denomina el septenato necio. Tara que han aplaudido, inmodestos farsantes, cómplices sin perdón, hasta quedarse sin piel en las palmas, el grueso de los intelectuales, los universitarios, los artistas, los humanitarios.

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