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David Jiménez Torres

La pregunta

No importa lo que leamos ni lo que reflexionemos, nada nos garantiza que podamos librarnos de las debilidades humanas más básicas.

Creo que ya he escrito unas cuantas columnas que tratan, directa o indirectamente, sobre los diversos dilemas que presenta a un estudiante el conocimiento en sus diversas facetas; así que pido perdón de antemano si parece que repito temas. Pero el comentario de un lector a la columna de la semana pasada apunta al que, en mi opinión, es el mayor misterio del conocimiento: ¿por qué ha habido tantas mentes privilegiadas a lo largo de la Historia que han sido apóstoles del Mal, en cualquiera de sus manifestaciones? O, dicho de forma más general (y a la vez mucho más escalofriante): ¿por qué se prestan la inteligencia y el conocimiento tan bien al Mal?

Hay muchos que rehúyen esta pregunta, negándoles verdadera inteligencia a los apóstoles varios del mal. Los que dicen, por ejemplo, que Sartre en realidad no tenía altura intelectual, o que el desastroso fin del Tercer Reich demuestra que los nazis eran, del primero al último, tontos de remate (esto se lo leí a Ray Loriga en su última novela). Los que dicen, en resumen, que la verdadera inteligencia lleva solamente al bien; a lo que ellos entienden por el bien, claro está.

Pero yo, la verdad, no me lo creo. Heidegger, el nazi, es según Steiner el filósofo de mayor altura desde Platón. Needham, el apologista del maoísmo, tenía una capacidad sincrética sin parangón en su tiempo. Y Sartre, el que negaba las purgas estalinistas, el que decía que la matanza de los atletas israelitas en Munich no era un escándalo, leyó y pensó más de lo que la gran mayoría de nosotros seríamos capaces. La lista es interminable, y eso sólo la de los nombres famosos. ¿Y la de anónimos escritores, periodistas, profesores de universidad, etc. de capacidad y formación intelectual por encima de la media que no sólo defendieron sino que ayudaron a establecer los totalitarismos del siglo XX? Todos los estudiantes que investigamos las primeras décadas del siglo pasado comentamos que es como echar un vistazo al abismo, a un mundo que se ha vuelto loco; pero lo más descorazonador es que es una locura absolutamente intelectualizada, una locura canalizada y difundida a través de estudios, libros, novelas, poemas, cursos, tertulias; difundida, apoyada, y fundamentada en el conocimiento, en la inteligencia. Una locura que algunos de los mejores escritores, periodistas, intelectuales y profesores de universidad (por no decir estudiantes) ayudaron a crear.

No; la pregunta es ineludible. Y, aunque la logremos contestar en cada caso individual (que si éste era un vanidoso, que si aquél era un cobarde, que si el de más allá había perdido el contacto con la realidad, era un frustrado, un resentido, un sádico patológico), y aunque logremos encontrar la panacea para cada sabio que se convirtió en apóstol del Mal, la conclusión general es siempre la misma: ni el conocimiento ni la inteligencia garantizan la bondad, la humanidad. Que no importa lo que leamos ni lo que reflexionemos, nada nos garantiza que podamos librarnos de las debilidades humanas más básicas. Que (y quizás esto es lo que mete más miedo) en el ambiente intelectual y académico se nos exigirá inteligencia, perseverancia, disciplina; pero ¿bondad? ¿Humanidad? Eso, ¿cuándo? Eso, si se aprende, se aprende en otro lugar.

En un lugar en el que casi nunca estamos.

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