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De Libia a Siria

Por encima de todo, no tenemos la más mínima seguridad de que lo que venga después no sea un vengativo y radical régimen islamita, peor que lo que ahora tenemos.

La conclusión de la empresa de Libia hace algo más factible una implicación militar en Siria. En todo caso, los pasos políticos imprescindibles –condenas, repulsas, sanciones– ya se están dando, pero lo probable es que tengan un carácter más sustitutorio que preparativo.

Después de todo, detrás de los motivos que llevaron a Sarkozy a poner en marcha el proceso de intervención en Libia, inconfesados por inconfesables, debido a su pueril trivialidad, se pueden encontrar algunos argumentos más sólidos para incurrir en los riesgos y los costes que hemos asumido, y no sólo, ni principalmente, los de la guerra, sino los que ahora, con nuestra participación o sin ella, se nos vienen encima. El "nos", ni que decir hay, es Occidente, porque el papel de España ha sido perfectamente clandestino y totalmente invisible. Nosotros –ahora sí los españoles– sabemos que allí nos llevaron, sin decirnos nunca por qué y sin que nadie lo preguntase, pero no parece que fuera haya alguien que lo sepa. Participación vergonzante donde las haya, aunque no debería haber tenido nada de vergonzosa.

Entre esos motivos más serios puede y debe encontrarse el que Libia se suponía fácil, y mientras estuviésemos atados a ese conflicto nos librábamos de las demandas de intervenir en otros mucho más peliagudos. Sencillamente, cualquier otro de los que la Revuelta Árabe ha traído consigo sería más costoso, problemático y peligroso.

Pero ahora Libia se ha acabado, aunque no del todo, por no decir que ahora empieza lo serio. Para poner botas sobre el terreno la legitimidad la proporcionaría el Gobierno transitorio reconocido por todos los que importan. Podría ser mucho más necesario que durante la guerra, que se ganó sin esa presencia, pero todavía mucho más delicado. Pero al menos instructores para el nuevo ejército y fuerzas de seguridad van a ser necesarios.

Pero ya nada nos permite escamotear la transcendental cuestión Siria. Si repetir la hazaña libia permitiera separar ese estratégico país de su alianza con los ayatolás iraníes, dejando de servirles de enlace con el Hézbola chiita libanés y el Hamás palestino, cuyas potencialidades terroristas Damasco alimenta, el Oriente Medio podría dar una giro radical hacia algo notablemente mejor. A la inversa, contemplar impertérritos cómo el brutal régimen de la familia al-Ásad, que mantiene en el poder a una minoría religiosa, los alawíes, que representa en torno al 10% de la población y es despreciada y odiada por la mayoría suní (sobre el 80%), aplasta sangrientamente el movimiento de protesta, le asestará un duro golpe al magro prestigio de Europa y Estados Unidos en la región.

Pero Siria es un país de 20 millones, no de 6’6, con una corta franja costera de acceso directo en su extremo norte, unas fuerzas militares mucho mejor equipadas y adiestradas que Libia, amén de estrechamente vinculadas al régimen, que cuenta con los amigos más arriba mencionados, a diferencia del aislado Gadafi, pero por encima de todo no tenemos la más mínima seguridad de que lo que venga después no sea un vengativo y radical régimen islamita, peor que lo que ahora tenemos.

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