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De Obama para el islam

Después de haber roto todos los protocolos denigrando a su predecesor, aunque en este caso no tanto como en otros anteriores, se metió él mismo en algunas de las rodaderas del tan denostado idealismo democratizador de Bush.

En política lo que cuenta son los resultados. Un discurso es bueno si logra sus propósitos, a no ser que éstos sean los malos. Tratar de mejorar la imagen de Estados Unidos en el mundo islámico no tiene nada de malo si por ello no se paga un precio inaceptable. En todo caso, por lejos que un político pronuncie un discurso, su audiencia doméstica será siempre preferente. Tratándose de Obama, promocionar su imagen de redentor planetario no queda nunca en un segundo plano.

El presidente americano se ha metido en un desafío que, dados los riesgos, no tenía nada de imprescindible. El que lo haya hecho puede interpretarse como valentía o como temeridad. Ciertamente indica una gran confianza en sí mismo. ¿Llegará realmente al extremo de pensar que sólo con palabras puede transformar la áspera realidad de Oriente Medio? Pero de momento ha salido bastante bien librado del intento. Los obamólatras de dentro y fuera se han sentido confirmados en su fe, y el mundo árabe lo ha tomado aceptablemente bien. El peligro de dejarlos insatisfechos y resentidos era muy real, dados su desmedido victimismo y su carencia de autocrítica. No ha habido entusiasmo pero sí bastante satisfacción por las lisonjas que les ha prodigado y la autoflagelación que se ha infligido, nunca, ciertamente, para sí mismo, pero sí para su país y sus predecesores. Han sido, dicen, más de lo que esperaban. Esa reacción es ya suficiente para avivar la llama del culto doméstico e internacional.

El gran escollo, también superado, era el de su importante electorado judío. Liberals, es decir, de izquierda americana en su inmensa mayoría, lo contemplaron con frustrado recelo al comienzo de su campaña por sus posiciones propalestinas, pero se los ganó –esta vez sí– con un solo discurso a la convención anual de la más importante organización judía del país. En el juego de equivalencias morales entre opuestos que constituye la marca de fábrica de la retórica obamista, la equiparación de palestinos e israelíes en culpas y debidas concesiones mutuas corría el riesgo de ponérselos en contra. Pero Obama está centrando su presión sobre Israel en el delicado tema de los asentamientos, no muy populares entre sus votantes judíos, y quien la soporta es Netayanhu, santo sin devotos en esa feligresía. A cambio, en el característico toma y daca retórico, han recibido una inequívoca condena de las posiciones negacionistas del holocausto, que asumía un serio riesgo de excitar los elementos de irracionalidad árabe tan proclives a ese absurdo. No sólo la habilidad sino también la baraka parecen favorecer a Barack.

Obama ha salida del paso creando una vez más expectativas que no podrá satisfacer. La cauta aprobación árabe se ha remitido a los hechos que sigan a las cautivadoras palabras. Y una vez más, después de haber roto todos los protocolos denigrando a su predecesor, aunque en este caso no tanto como en otros anteriores, se metió él mismo en algunas de las rodaderas del tan denostado idealismo democratizador de Bush.

Las políticas que los árabes esperan para emitir su juicio definitivo no están en el discurso, pero tampoco encontramos principios claros cuya aplicación práctica contenga promesas razonables de paz y estabilidad. Los inveterados fracasos en la región son mucho más el producto de las intratables circunstancias que de las políticas erróneas. Las opciones son escasas y el margen de acierto estrechísimo. La factura se queda esperando y la decepción acecha. Decir que el mundo islámico se caracteriza por su tolerancia doctrinal e histórica se pasa con mucho de mentira piadosa. Con bazas tan trucadas no es posible hacer buen juego. 

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