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Jaime Ignacio del Burgo

La Constitución traicionada

Este tipo de nacionalismo, autodenominado democrático y moderado, instalado en las instituciones autonómicas de ambas comunidades, se ha convertido en un auténtico cáncer para nuestra democracia con el que nos vemos obligados a convivir.

Es posible que sea una filtración interesada. Tal vez se trate de un globo sonda para ver cómo reacciona la opinión pública. En cualquier caso la noticia es más que inquietante. Según La Vanguardia de Barcelona en el Tribunal Constitucional se habría formado ya una mayoría suficiente dispuesta a dar por bueno que Cataluña es una nación y que tal afirmación no contraviene la Constitución porque esto se afirma en el preámbulo y éste no tiene valor normativo.

¿Y qué pronunciamiento tan inútil como ineficaz –según el presunto fallo del Tribunal Constitucional– contiene la exposición de motivos del Estatuto de Cataluña integrado en el ordenamiento jurídico español mediante una Ley Orgánica? Pues que la Constitución reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad. O dicho de otro modo; que la nación catalana está reconocida por la Constitución en su artículo segundo donde se reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades que integran España. He aquí el texto controvertido: "El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución Española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad."

No es cierto que en su articulado la referencia a la nación catalana no haya tenido ninguna efectividad. Es cierto que el artículo primero proclama que Cataluña es una nacionalidad: "Cataluña, como nacionalidad, ejerce su autogobierno constituida en Comunidad Autónoma de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto, que es su norma institucional básica". Pero no puede desconocerse que en el artículo 8º se declara que "Cataluña, definida como nacionalidad en el artículo primero, tiene como símbolos nacionales la bandera, la fiesta y el himno."

En su descargo el Tribunal Constitucional podría alegar que en una sentencia de 4 de octubre de 1990 declaró que la pretensión de declarar inconstitucionales determinados párrafos del preámbulo de la Ley de la Asamblea de Madrid 15/1984, de 19 de diciembre, del Fondo de Solidaridad Municipal de Madrid de la Comunidad de Madrid debía rechazarse "a límite" por cuanto "los preámbulos o exposiciones de motivos carecen de valor normativo" y por tanto "no pueden ser objeto de un recurso de inconstitucionalidad". No es la primera vez que el Tribunal Constitucional modifica su criterio y no estaría de más que lo hiciera en esta ocasión.

Nación de naciones

En cualquier caso, los preámbulos han tenido siempre un valor interpretativo de primera magnitud aunque no resulten de aplicación directa. En las exposiciones de motivos el legislador hace una declaración de sus intenciones de forma que constituyen un elemento de la mayor trascendencia a la hora de interpretar el contenido normativo de los textos legales. Si el preámbulo del Estatuto afirma que Cataluña es una nación –y en tal declaración se fundamenta que los símbolos de la Comunidad puedan calificarse de "nacionales"– es claro que aquél ha proyectado sus efectos al articulado.

Pero hay otra cuestión de suma gravedad. En los debates constitucionales, el diputado de la minoría nacionalista catalana, Miguel Roca, al defender la introducción del término "nacionalidades" vino a decir que eso significaba que España es una "nación de naciones". Y aunque era consciente de que tal expresión significaba una "innovación" en el Derecho constitucional –imbuido todavía por el "principio de las nacionalidades" que proclama que toda nación tiene derecho a constituirse en Estado independiente–, Miguel Roca no negaba a España la condición de nación. Nación de naciones podría ser una forma de destacar la existencia de "hechos diferenciales" en el seno de España, pero suponía el reconocimiento de que España es una nación y que sólo al pueblo español le pertenece el poder constituyente. Pues bien, a pesar de ello, en el Estatuto de Cataluña la palabra "nación" para referirse a España ha sido radicalmente proscrita.

No deja de ser sospechoso que el Gobierno de España, de manera soterrada, haya eliminado ya el término "nacional" que calificaba a muchos de los organismos públicos del Estado. El más reciente y llamativo ha sido el cambio de nombre del Instituto Nacional de Meteorología que ha pasado a ser Agencia Estatal de Meteorología, realizado en vísperas electorales. Está prevista la creación de una Agencia Estatal de Museos. El del Prado dejará de ser un museo nacional para transformarse en museo estatal. Y pronto le tocará el turno a la Biblioteca Nacional.

La idea constitucional de España

El Tribunal Constitucional debiera tener muy presente que la Constitución responde a una idea de España que armoniza el principio de unidad nacional con el derecho a la autonomía de los diversos pueblos que integran la nación española. El artículo 2 proclama, sin lugar a dudas, que la unidad indisoluble de la nación española, como patria común e indivisible de todos los españoles, es el fundamento mismo de la Constitución. En el mismo artículo, tampoco no conviene olvidarlo, se reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación española. España es una y plural. Unidad y autonomía son el anverso y reverso de la misma moneda.

Esta concepción es incompatible con la conversión de España, por la vía de reformas estatutarias y al margen de la voluntad del pueblo español, en una mera suma o agregación de naciones adheridas por ahora y a regañadientes a un Estado al que se niega su carácter nacional y al que pretenden convertir en una mera comunidad prestadora de servicios incómodos o de gran coste como son la defensa y el servicio exterior. La España constitucional no es una confederación de naciones.

La pretensión de despojar al Estado de buena parte de sus funciones esenciales, previstas para garantizar la libertad y la igualdad básica de todos los españoles allí donde se encuentren y la consecución de los grandes objetivos nacionales, es contraria a la Constitución.

El cáncer de nuestra democracia

Hay quien piensa que muchos de nuestros actuales problemas son consecuencia del mal diseño del Estado de las autonomías. No estoy de acuerdo y lo voy a decir con claridad. El mal radica en la existencia en Cataluña y el País Vasco –y, en menor medida, en Galicia– de partidos nacionalistas, clara o vergonzantemente separatistas, para quienes la autonomía no es una estación término sino el punto de partida para avanzar hacia la meta final de la independencia.

Este tipo de nacionalismo, autodenominado democrático y moderado, instalado en las instituciones autonómicas de ambas comunidades, se ha convertido en un auténtico cáncer para nuestra democracia con el que nos vemos obligados a convivir, aunque cruzando los dedos para que la enfermedad no haga metástasis en todo el cuerpo nacional. Soy consciente de que por decir esto me arriesgo a ser crucificado como lo han hecho más de una vez por mi permanente debate dialéctico con el nacionalismo vasco. Pero si España ha avanzado y mucho en estos últimos treinta años, piénsese dónde podríamos estar si ese alto consumo de calorías inútiles provocado por el debate sobre el ser o no ser de España hubiera sido sustituido por un gran esfuerzo común para tirar todos juntos del mismo carro y poder competir en las mejores condiciones posibles en este mundo globalizado en el que, para bien o para mal, nos ha tocado vivir.

No estoy de acuerdo con quienes para sanar nuestro enfermo cuerpo nacional abogan por echar marcha atrás y sueñan con el restablecimiento del viejo Estado centralista o a lo suma por una Administración regida por los principios de una "sana descentralización". No es ésta, a mi juicio, la receta adecuada para resolver esta cuestión. El Estado de las autonomías es plenamente congruente con el ser de España, se ha consolidado y no es en modo alguno incompatible con el ideal de una nación de ciudadanos libres e iguales. No en vano la Constitución pone en manos del Estado los instrumentos necesarios para poner freno a las políticas disgregadoras. Pero hay que tener voluntad política para aplicarlos. En algunas materias, como la educación, el problema no reside en que el Estado carezca de competencias para garantizar, por ejemplo, el derecho a estudiar en el idioma común en cualquier parte del territorio nacional. El problema está en que el Estado ha hecho dejación de sus competencias y no está dispuesto, por inhibición cobarde o complacencia irresponsable, a ejercer la alta inspección y poner en marcha los procedimientos jurídicos previstos para cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes.

La responsabilidad del Tribunal Constitucional

El Tribunal Constitucional tiene graves responsabilidades en todo esta dislocación de nuestro sistema autonómico. Por culpa de una de sus desdichadas sentencias el País Vasco y Cataluña abren "embajadas" en el exterior, a pesar de tratarse de una competencia exclusiva del Estado. Es un escándalo que los españoles hayamos ido a las urnas el pasado 9 de marzo sin saber si el Estatuto catalán, en todo o en parte, es o no conforme a la Constitución. La politización del Tribunal, fracturado en dos mitades, una conservadora y otra progresista, es un hachazo para la confianza de los ciudadanos en su papel arbitral.

Sea cual fuera el pronunciamiento del Tribunal sobre el Estatuto catalán, lo cierto es que está inspirado en la idea, manifiestamente inconstitucional y además falsa, de que Cataluña es una nación y España no lo es. Idea que alienta o justifica la aplicación de políticas de imposición lingüística incompatibles con los derechos constitucionales, o la homologación de libros que fomentan entre los jóvenes el rechazo a la idea nacional de España, o la reivindicación de selecciones deportivas a las que llaman "nacionales" para participar en las competiciones internacionales con sus propios himnos y banderas como si fueran estados independientes.

Todo esto contribuye a dar alas a los nacionalismos extremos que comienzan por quemar los símbolos de la nación y acaban ejerciendo violencia verbal y física contra todos aquellos a los que consideran enemigos de su patria por colaborar con el Estado opresor. Que nadie se lleve a engaño. Tan pronto como se consagre definitivamente que Cataluña es una nación se pondrá en marcha la campaña en pro de la autodeterminación. Y es que el nacionalismo exacerbado conduce tarde o temprano a la quiebra de la convivencia democrática.

El Tribunal Constitucional tiene en sus manos la suerte de la España constitucional. Cuando los magistrados tomaron posesión de su cargo juraron o prometieron defender la Constitución. Tienen por ello el sagrado deber de evitar que la Constitución sea traicionada. Recuerdo que Jordi Pujol, en las Cortes constituyentes, después de celebrar con gran alborozo el reconocimiento de la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España, abogó por un Estado fuerte y eficaz, porque España no podía permitirse un nuevo fracaso colectivo. Nuestros magistrados constitucionales tienen en su mano la posibilidad de evitar que España se deslice alegre y confiadamente hacia un proceso de "balcanización" de consecuencias imprevisibles.

En España

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