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Jorge Vilches

El control de los políticos

¿Qué pasa cuando un Gobierno no cumple su programa electoral? La penalización electoral puede ser mínima porque el elector corriente está acostumbrado y, además, se usan los medios de comunicación públicos y adictos para justificarlo. Pero ¿y si ese programa no estaba hecho para gobernar porque a sus autores les sorprendió la victoria? La expectativa generada en su electorado es mucho mayor y, por tanto, el seguimiento de su observancia es superior al normal. Ya, ¿y si ese Gobierno hace del cumplimiento de las promesas electorales una “cuestión de honor” para compensar las dudas sobre la legitimidad moral de su victoria? En este caso, lo que está en juego es el crédito del Gobierno y de su partido y, en ultima estancia, mantiene abierto el debate sobre la naturaleza y el manejo de la opinión pública.
 
¿Y si, además, para esconder la imposibilidad de cumplir las promesas, reescribe su programa electoral? Por ejemplo, ¿qué ocurre si la ministra de la Vivienda dice que donde ponía “180.000 viviendas” debe leerse “180.000 actuaciones”? ¿O si el director de TVE, el presidente de la Agencia EFE y el Defensor del Pueblo, al contrario de lo que se anunció, no son elegidos por una mayoría cualificada de dos tercios del Congreso? ¿O, después de visitar a Berlusconi, se sostiene que la firma de la Constitución europea no debe ser en Madrid? ¿O que la paga de 100 euros a todas las madres es imposible, como dijo Solbes corrigiendo a Caldera? ¿O si no se permite la sindicación en la Guardia Civil?
 
El PSOE hizo un programa electoral pensando que estaría en la oposición una legislatura más, lo que aprovecharía para consolidar internamente el liderazgo de Zapatero, fortalecer su imagen de hombre de gobierno, reunir un equipo de expertos de verdadera talla, y esperar el desgaste del Ejecutivo popular. La conmoción electoral provocada por el 11-M les dio de forma inesperada la victoria. Esto les confirió una debilidad moral importante, por lo que pensaron remediarlo anunciando que habían firmado un “contrato” con la ciudadanía, el programa electoral, en cuyo cumplimiento iba su honor.
 
Así, para reforzar su legitimidad moral, por ejemplo, sin debate parlamentario ni auténtico sondeo internacional, Zapatero, a las pocas horas de prometer su cargo, ordenó la vuelta de las tropas destinadas a Irak. El Gobierno mandó el mensaje de que lo importante era que cumplía su promesa –lo que tampoco era cierto-, incluso por encima de que se abandonaba a las tropas de la coalición en el frente iraquí y de sus repercusiones para la paz de aquel país y la política exterior española.
 
Los socialistas insisten en el contrato con la ciudadanía. Este republicanismo cívico, señalado por P. Pettit, un pensador muy al gusto de Zapatero, choca con la realidad y límites de su acción gubernamental. No me refiero al anuncio de la rebaja del IVA de los libros y discos que terminó con el rapapolvos europeo, sino al trágala antisistema al que voluntariamente se ha sometido el PSOE. El verdadero “contrato” no es con la ciudadanía, término engañoso si prescinde de todos aquellos que no votaron al partido socialista o a sus socios, o, simplemente, no votaron y que son ciudadanos. El “contrato” lo han firmado con un par de partidos, ERC e IU, pequeños y extremistas, antisistema, muy alejados del sentir de la mayoría de la ciudadanía.
 
El incumplimiento de las promesas electorales se suele presentar como “normas de excepción”, es decir, decisiones motivadas por imprevistos no deseados, nuevas informaciones o presión popular. En el caso del PSOE son “normas de transgresión”; esto es, las que rompen promesas incoherentes, irreales o falsas. A esto se le une la evidente descoordinación gubernamental, en la que el vicepresidente Solbes desvanece al instante las ínfulas presupuestarias y fiscales de sus compañeros de Gabinete.
 
La fiscalización de la acción gubernamental en las democracias históricas se hace a través del Parlamento, los medios de comunicación y los órganos judiciales. En los regímenes políticos en los que el poder Ejecutivo tiene un origen popular y propio, o que las elecciones favorecen sin ambages la formación de mayorías absolutas, la identificación de la política con su autor es mucho más sencilla para el elector común. No sucede así en una democracia de consenso, donde un Gobierno sin mayoría absoluta, con un programa redactado para ser oposición, se basa en el diálogo con los partidos antisistema para tomar la mayoría de sus decisiones. El control de los políticos es, en definitiva, más difuso.
 
El contrato entre Gobierno y ciudadanía no puede quedar, por tanto, al albur de las tergiversaciones del programa electoral, de los acuerdos con grupúsculos políticos, o a las declaraciones condescendientes de un portavoz parlamentario. La opinión pública es la fortaleza y, al tiempo, la debilidad de las democracias. En consecuencia, la labor de la oposición para controlar la acción gubernamental debe ser contundente y continua, no acomodaticia y resignada. El voto es el último recurso para el control de los políticos, y hay que ganárselo todos los días.

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