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Jorge Vilches

Rajoy y la reconstrucción

Al no ser una democracia de largo recorrido, y siendo una derecha tan acomplejada, la reconstrucción es aún más complicada, pero no imposible.

Era evidente que una derrota del PP en Galicia iba a mover algo en el PP; es decir, en el liderazgo de Rajoy. Las declaraciones de Piqué, políticamente desmentidas, no han sido más que decir en voz alta lo que algunos populares piensan: las cosas no se están haciendo bien desde la campaña electoral de marzo de 2004. Quizá tenga algo de verdad ese latiguillo socialista que dice que el PP aún no ha asimilado que es la oposición, que perdieron las elecciones del 14-M.
 
Los partidos políticos pasan a la oposición, al menos una vez cada quince años, en cualquier democracia consolidada. Y el tránsito es difícil, doloroso, es una penitencia que supone quebrantos, disidencias, debates, puñaladas y, sobre todo, reconstrucción. Es la primera vez que el PP pasa a la oposición, y en la España democrática nunca un gobierno con mayoría absoluta había perdido las elecciones.
 
Al no ser una democracia de largo recorrido, y siendo una derecha tan acomplejada, la reconstrucción es aún más complicada, pero no imposible. El primer paso de todo partido en la oposición es delimitar su referente social, es decir, a los sectores sociales a los que quiere representar, pues debe conservar su base electoral y ampliar con nuevos grupos si quiere ganar las elecciones. El PP se encuentra, en este aspecto, con un serio problema. La parte más movilizable de su electorado es conservadora, pero ceñirse a la representación de los intereses y valores de este grupo no da la victoria en las urnas.
 
La identidad del partido es el segundo paso de una oposición. Las características, principios y valores deben quedar claros. El cuerpo doctrinal de los representantes del partido ha de ser identificable y único. No obstante, las señas de identidad tampoco son el fuerte del PP. Apocados por las acusaciones de ser herederos del franquismo, carecen formalmente de ideología reconocible. Esto es común a muchos partidos de izquierdas y de derechas. Normalmente se resuelve sustituyendo las ideas y los valores por un programa estratégico para ganar las elecciones. Aquí se llama “ser de centro”.
 
En las democracias de consenso, como la nuestra, la oposición también lo es. Esto significa que el partido que no está en el gobierno intenta influir en la legislación, normalmente a través del acuerdo con el Ejecutivo, y de forma obligada en las grandes cuestiones de Estado. Este tipo de oposición consocional es imprescindible en tiempos de cambios políticos fundamentales. Aquí el PP también lo tiene difícil. El gobierno Zapatero ha trabajado con ahínco la “soledad” de los populares para que aparezcan ante la opinión pública como unos retrógrados, o unos intolerantes, o, en el mejor de los casos, ajenos a las modificaciones. A esto se le añade que el PP no puede participar en algunas cuestiones –la reforma territorial o el matrimonio gay- sin dañar los principios o valores de su base electoral.
 
La proyección pública del interior del partido es el cuarto paso. El liderazgo indubitado y la cohesión son elementos muy valorados por el electorado. Y en esta llaga ha puesto Piqué su dedo. El aznarismo, de momento, creen algunos que no se paga bien, y esto es suficiente para que surjan las dudas y las contradicciones. El último paso, en fin, es la creación de una alternativa plausible, sumando con acierto los cuatro primeros pasos, y generando un programa de gobierno más o menos conocido.
 
A Rajoy le queda mucho por hacer en estos dos años sin elecciones. Quizá empiece la reconstrucción en el próximo Congreso de septiembre. La crisis no es preocupante si se es consciente de su normalidad. Es como el constipado para el hombre: existen remedios que alivian, hay que reposar para fortalecerse, y no arregla nada una amputación ni la purga de Benito.

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