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Jorge Vilches

Vuelco histórico

Cuidado: lo lamentable de la superficialidad de los discursos de Zapatero no está en lo que dice, sino en lo que oculta.

Legítimo y democrático es que el Parlamento de Cataluña haya elaborado un proyecto de reforma de su Estatuto y, como tal, dicen, hay que aceptarlo. Bien, pero más legítimo y democrático será lo que las Cortes recorten y reformen de ese proyecto, porque esto es lo legal, lo constitucional, lo conveniente y, porque solamente en el Parlamento español reside la soberanía. De esta manera, no caben las amenazas de los nacionalistas catalanes, las “consecuencias imprevisibles” si se “amputa” su proyecto. El silencio del gobierno Zapatero a esas palabras tan gruesas responde a que, en el fondo, le anima el mismo proyecto: otro Estado y la perpetuación en el poder.
 
La verdadera cuestión que se está dilucidando no es si los políticos de Cataluña podrán disfrutar de un Estatuto a su medida. Los socialistas de Zapatero han abierto la puerta de atrás para cambiar el Estado de las Autonomías por una confederación. No se trata siquiera de una reforma constitucional encubierta, sino de pasar a otra organización política. El paradigma sería una amalgama entre el federalismo socialista de Anselmo Carretero y Suso del Toro, y la ideología nacionalista desde Arana y Prat de la Riva a Reventós.
 
Ese nuevo Estado se fundaría en la soberanía de los pueblos de España, no de la nación española. Cada pueblo de las Españas podría definir su identidad; es decir, constituirse en región o en nación, con independencia de la opinión del resto del país. Ser español sería como hoy ser europeo, un sentimiento supranacional, casi geográfico. La confederación de naciones supondría redibujar el mapa atendiendo a identidades basadas en las peculiaridades culturales y en la historia medieval.
 
Las instituciones comunes carecerían de verdaderas competencias porque cada identidad nacional convertida en Estado federado asumiría prácticamente todas, conservaría derecho de veto y participaría en las decisiones estatales. De esta manera, el Congreso de los Diputados y el Gobierno cederían protagonismo al Senado; de ahí el interés de Zapatero de reformar la cámara alta al gusto de los nacionalistas, e introducir este cambio en el mismo paquete que el de la sucesión de la Corona. Esto es lo que les lleva a sostener la existencia de la nación española exclusivamente en la Constitución de 1978: con su modificación todo es posible.
 
El socialismo gobernante y sus aliados están poniendo las bases para afrontar ese vuelco histórico con garantías. Y para ello dicen que el marco jurídico actual está superado por la realidad, que los principios que lo iluminaron han muerto, y que es necesario pergeñar otros. Por esto el Ejecutivo y su acompañantes desdeñan los informes de instituciones judiciales y consultivas, convierten una vez más un debate parlamentario en un ataque unánime al partido de la oposición, llaman fascistas a los que defienden la integridad de la Constitución democrática, y hablan de catalanofobia, vascofobia, gallegofobia, canariofobia y qué sé yo.
 
El vuelco histórico que se avecina es mucho más que inquietante. Y esto no es apocalíptico, es el resultado de la incertidumbre creada por el deseo de unos políticos de perpetuarse en el poder no a costa de trabajar para el buen gobierno –lo que es su obligación y para eso se los eligió–, sino de introducir los cambios institucionales y legales suficientes para hacer imposible la alternancia. Cuidado: lo lamentable de la superficialidad de los discursos de Zapatero no está en lo que dice, sino en lo que oculta.

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