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José García Domínguez

Días aciagos

Como se construyó de noche y sin apenas hacer ruido, los miembros y las miembras de las viejas gasolineras de la vieja Europa todavía no se han dado cuenta de que ya está en funcionamiento.

Estos días aciagos, la barbarie pinochetista de los sindicatos de camioneros (visione La batalla de Chile el lector que aún sufra la tara de ser joven y entenderá de qué se le habla) está eclipsando la noticia económica genuinamente trascendente. A saber, ese rechazo unánime y escandalizado de la buena sociedad española a la directiva comunitaria que promete libertad a las personas que deseen trabajar más por su propio interés. Asunto ese, el de la muerte anunciada del reglamentismo europeo, que Thomas Friedman supo explicar con una metáfora periodística que vale más que cien tratados de teoría económica.

Pues tiene escrito por ahí Friedman, el de la Tierra plana y las crónicas de fábula en el New York Times, que la gasolinera que les cae justo delante de la redacción resulta ser un autoservicio. Así que uno mismo debe que echar mano de la manguera y después medir el nivel de los neumáticos, eso sin perder de vista al vagabundo que merodea por allí con la mirada clavada en la guantera del coche. La ventaja –asegura– es que por el precio de llenar un depósito en Japón, ahí se pueden poner a rebosar cinco.

Las gasolineras europeas se le antojan tan caras como la japonesa, añade Friedman. Pero, a diferencia de las sonrisas, arrumacos y genuflexiones que prodigan los diez operarios vitalicios de aquélla, en la alemana, que es la última de la UE por la que se ha dejado caer, jamás hay caras amables. "Nuestro convenio dice muy claro que no estamos obligados a hacer eso", es la canción del verano que allí se repite en todas las estaciones. Además, observa nuestro ilustre plumilla que delante de la puerta del váter, invariablemente, lucen dos carteles; uno sindical, exigiendo la jornada de treinta horitas; del otro nos dice que es un póster de Benidorm, al parecer, recuerdo de las cinco semanas al año que pasa entre nosotros alguno de los empleados.

Y dice más. Por ejemplo, que justo al lado, en el bar, los dos cuñados en paro del hispanófilo juegan a las cartas durante toda la tarde. Y que el hijo de uno de ellos, recién concluida su carrera universitaria, andaba memorizando el temario de unas oposiciones a conserje, según le contó el padre. Al parecer, el Gobierno regional se proponía doblar otra vez la plantilla de funcionarios, una gran oportunidad para el chico.

En fin, cuando se desplaza al otro extremo del mundo, Friedman aún se topa de vez en cuando con algún surtidor comunista. En ellos el combustible resulta mucho más barato que en cualquier otra parte. Pero tienen un problema: siempre están vacíos porque los empleados venden las existencias en el mercado negro a los turistas europeos. Por lo demás, ellos, los turistas, algunas veces son refinados; la gasolina, nunca.

Claro que lo que se esconde detrás de esa alegoría combustible de Friedman es una autopista llamada globalización. De ahí que, inesperadamente, todos los surtidores de los que habla compartan ya el arcén de una misma vía. Y también de ahí que se esté haciendo realidad la pesadilla que ningún Gobierno nacional había soñado jamás: que sean los conductores quienes deciden en cuál repostar.

También ocurre que el trazado de la nueva autopista, como antes sucediera con las calzadas romanas, se superpone al de las antiguas carreteras. Y como se construyó de noche y sin apenas hacer ruido, los miembros y las miembras de las viejas gasolineras de la vieja Europa todavía no se han dado cuenta de que ya está en funcionamiento.

Por eso, quizá, toda la barbarie de estos días aciagos.

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