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José García Domínguez

La retroprogresía, contra Montesquieu

Para Jáuregui, nombrar a los magistrados del Supremo es algo tan natural como nombrar la marca del güisqui que desea le sea servido por el camarero de turno

Parece que la resurrección administrativa del Conde de Montesquieu, propósito que acaba de anunciar la vocera SSdSM, va a causar gran revuelo entre la progresía carpetovetónica, esto es, entre la progresía. Así el ex ministro Jáuregui, ese hijo putativo del cura Merino, que ya ha amenazado con echarse al monte junto a su partida caso de que el proyecto gubernamental siga adelante. Nada extraño si se repara en que la labor de impartir justicia fue una competencia más del poder ejecutivo hasta bien entrado el siglo XIX. Al cabo, el principio constitucional  –inconcebible para el criptocarlistón Jáuregui– de que un brazo independiente del Estado deba asumir ese cometido no es mucho más moderno el bidet o los cuartos de baño. 

A qué extrañarse entonces de que a la retroprogresía, tan nostálgica ella del Antiguo Régimen (no el del gallego sino el de Carlos IV), se le antoje extravagancia inadmisible. Y es que, para Jáuregui, nombrar a los magistrados del Supremo es algo tan natural como nombrar la marca del güisqui que desea le sea servido por el camarero de turno. De ahí la airada contrariedad. Con esa inclinación tan suya a la pedantería pretenciosa, los socialistas llegaron hablando de ópera vienesa, de vanguardias plásticas y de experimentación audiovisual. Pero lo que de verdad les gusta es el teatro de polichinelas. Esas representaciones bufas en las que unas marionetas envueltas en togas de carnaval ejecutan las gracias que ordena el amo y señor de los hilos que las mueven.  
 
Poco saben de Derecho, es verdad, pero, en compensación, conocen mejor que nadie las miserias de naturaleza humana. Y no les resulta ajeno que el mono desnudo, por muy señor juez que sea, se presta mejor a ser dominado mediante dádivas y premios que a través de los castigos.  Con el CGPJ cautivo y desarmado, bajo el estricto control de los partidos, ningún togado vio amenazada su sagrada independencia.  Pero sí la gloria en los telediarios, las audiencias reales, y los preciados laureles de los más altos destinos.  Porque bajo un sistema tal, nadie llega a Garzón sin revolcarse antes en el lodo del camino. Para que después nos vengan con sus mercenarias puñetas y sus cuentos chinos del Guerrero del Antifaz. Exhúmese, pues, la momia.

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