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José María Marco

El otro debate

la perfecta inconsistencia de los candidatos demócratas en cuanto a una guerra que apoyaron con fervor, cuando las encuestas eran favorables a la guerra, y que ahora repudian cuando las cosas se han puesto difíciles

Tras el chasco del primer debate entre Kerry y Bush, el que protagonizaron los dos candidatos a vicepresidente, Dick Cheney y John Edwards, tenía un interés renovado. No defraudó. La rigidez del formato impuesto por los negociadores de ambos partidos perjudica a los interlocutores que por falta de carácter, o porque tienen un mal rato, no logran hacer pasar el mensaje en las muy intrincadas reglas, con intervenciones estrictamente medidas de dos minutos, noventa y treinta segundas. Kerry, y sobre todo Bush, se estrellaron en esta barrera. Cheney y Edwards, no.
 
Se enfrentaban dos caracteres, dos estilos y dos formas de hacer política. Cheney es un hombre inteligente, al final de su carrera, sin ambiciones políticas ya, y un republicano clásico, más reaganita que neoconservador. Era de esperar que su larguísima experiencia le hubiera proporcionado un regusto cínico. No es así. La veteranía se notaba cuando contemplaba, a veces casi divertido, a su joven contrincante. Pero Cheney es también un conservador enfrentado a problemas modernos: el terrorismo internacional, el odio a Estados Unidos, la homosexualidad de su hija. El choque entre una mentalidad de conservador clásico y la necesidad de tener en cuenta realidades que en el mundo del conservadurismo clásico ni siquiera existían han hecho de Cheney un personaje fascinante, de un dramatismo sombrío.
 
John Edwards sabía la estatura del hombre que tenía delante. En los minutos previos al debate, lo miraba de reojo, mientras fingía escribir algunas notas en un cuaderno. Comparte con Cheney un origen humilde, pero es un político muy joven, un auténtico triunfador, un recién llegado al estrellato. En la primera parte del debato estuvo nervioso, sin saber qué hacer muy bien con esa energía de novato. En la segunda se relajó y allí donde Cheney adoptaba un tono casi taciturno y un humor que rozaba lo sarcástico, Edwards se explayó con la satisfacción de quien está contento de haber llegado a ser una estrella. Lo peor fue cuando Edwards respondió a una pregunta de la moderadora acerca de las parejas homosexuales y sacó a colación la cuestión de la homosexualidad de la hija de Cheney, endulzando el dardo con un elogio del amor y la comprensión que la familia Cheney había demostrado. Cheney, tocado, bebió un poco de agua y se limitó a agradecer a Edwards sus palabras, sin más.
 
Hubo recriminaciones mutuas: sobre la relación de Cheney con Halliburton, y sobre la perfecta inconsistencia de los candidatos demócratas en cuanto a una guerra que apoyaron con fervor, cuando las encuestas eran favorables a la guerra, y que ahora repudian cuando las cosas se han puesto difíciles. Pero eso ya era conocido. Lo interesante era ver cómo se desenvolvían los dos personajes. Estuvieron a la altura. Si los americanos optan por el cinismo de Edwards, que obviamente no se cree absolutamente nada –pero nada, ni una palabra– de lo que dice y en más de un sentido resulta el contrapunto ideal de la etérea endeblez de Kerry, tendrán bien merecido todo lo que se les va a venir encima.

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