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Pedro Schwartz

La competitividad

Cunde entre los empresarios la inquietud por la “pérdida de competitividad” de España frente a los países del Centro y Este de Europa que son candidatos al ingreso en la UE, especialmente en la industria del automóvil. También preocupa la competencia que Corea, China e India plantean a nuestros fabricantes y trabajadores en astilleros, textiles, servicios informáticos. La revaluación del euro respecto al dólar agudiza estos temores: por ejemplo, encarece las exportaciones españolas a Norteamérica de vinos y alimentos elaborados. Para un economista, no es del todo correcta la creencia de que los países compiten. Compiten las personas y las empresas. Decir que España pierde competitividad frente a países menos adelantados porque nuestros costos laborales o nuestro nivel de protección del medio ambiente es más alto es tomar la parte por el todo.
 
Poca gente sabe que el gran filósofo escocés David Hume también fue notable economista. En un ensayo publicado hacia 1760, titulado “Los celos comerciales” denunció la suspicacia con la que los “Estados que han hecho algunos progresos en el comercio miran el progreso de sus vecinos. Consideran que todas las naciones comerciales son sus rivales y suponen que es imposible que ninguna florezca, si no es a sus expensas”. Contra esta visión estrecha y maliciosa, afirmó Hume que el aumento de comercio y riqueza en una nación, lejos de dañar la riqueza y comercio de sus vecinos, los fomenta. “Un Estado no podrá llevar muy lejos su industria y comercio, cuando todos los Estados vecinos están hundidos en la ignorancia, la desidia y la barbarie”.
 
Es un error considerar un país como si fuera una sociedad anónima, con una cuenta de resultados que es la balanza de pagos y una estrategia de negocio. La variedad de los individuos y empresas que lo constituyen hace muy difícil generalizar sobre los efectos del cambio de la moneda o de los tipos de interés sobre la actividad económica del país en su conjunto. En primer lugar, si tomamos una instantánea de los efectos de una revaluación, o de un abaratamiento de los intereses, es evidente que daña a unos lo que beneficia a otros: los importadores de maquinaria, que quizá sean los mismos que los productores de textiles o de productos lácteos, se benefician de una apreciación de la moneda; los bancos padecen de lo que favorece a los compradores de viviendas. Lo mismo ocurre con las condiciones laborales, que afectan diversamente según sea la relación capital-trabajo. En segundo lugar, si en vez de una foto tomamos un vídeo del proceso económico, podremos ver las empresas reaccionar y adaptarse a los cambios de condiciones financieras o laborales para mantener su rentabilidad. Ante la competencia de mercancía y servicios más baratos venidos de países capaces de exportar bienes mostrencos, o “commodities” cual hoy se dice, las empresas y los individuos españoles se ven forzados a subir por la escala de valor. El espolonazo es desagradable, pero a la postre conveniente.
 
Por otra parte, si China, pongamos, vende mucho al extranjero, también tendrá que comprar, sobre todo ahora que pertenece a la Organización Mundial del Comercio. Es un mercado potencialmente inmenso, que no podrá ser cliente de las empresas españolas si nosotros no le abrimos nuestros mercados. Aunque parece que el gobierno chino está manteniendo el renmimbi artificialmente barato y eso abarata sus exportaciones, eso tenderá a encarecer los costos de las empresas chinas en un plazo no muy largo y entretanto empujará las competidoras españolas a refinar sus productos.
 
Los Estados y sus gobiernos sí influyen en la capacidad competitiva de las personas y las empresas del país, en la medida en que elevan obstáculos institucionales a la buena marcha de los negocios, con leyes laborales impertinentes, impuestos opresivos o cotizaciones sociales enfadosas. Que se aplique el cuento el que deba.
 
Pedro Schwartz es catedrático de la Universidad San Pablo CEU y columnista del diario La Vanguardia.
 
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