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Serafín Fanjul

La República

Los nostálgicos republicanos pierden de vista que si hubiéramos tenido a González de presidente de una república no nos lo habríamos sacado de encima jamás de los jamases, pese a pufos y gales; es lo mismo que ansía Rodríguez.

Pocos españoles vivos presenciaron la proclamación de la Segunda República. Y muchos menos fueron testigos del acontecimiento con edad y raciocinio suficientes como para entenderlo y participar en él. Sin embargo, desde la llegada a la Moncloa de Rodríguez, la exaltación del 14 de abril y de cuanto detrás vino –en bloque, sin separar el trigo de la paja– se ha convertido en recurrente pelmada, en exhibición folklórica de símbolos y elevación de la nostalgia a la categoría de valor moral. No falta quien saca a pasear a su abuelo cada vez que quiere apabullar a alguien, con lo cual demuestra sentir ningún respeto por la memoria del finado y menos pudor, aun, por embarcarse en tal alarde oportunista. Pero ésas son cosas suyas, lo nuestro es La República, aunque a la fuerza. Reconozco que insistir más sobre el asunto es golpear en hierro frío, pero la contumacia del otro lado nos obliga a defendernos de tanto dislate, de tanto aprovechamiento de obviedades, de verdades a medias o rotundas mentiras. Y de la misma forma en que nos han obligado con su sectarismo a situarnos en un lado, el del raciocinio y el reparto para todos por igual, incluidos muchos de derechas que fueron y son personas excelentes.

Se ha dicho todo sobre la Guerra, la República –éstos sólo se acuerdan de la segunda: ¿por qué no de la primera?–, el franquismo y etcétera. Todo. No más se pueden añadir detalles, comentarios, reinterpretaciones de las interpretaciones ya reinterpretadas mil veces. Yo, sinceramente, estoy harto. Varias décadas después de finalizar la guerra, en las familias, en los pueblos, no digamos en las verdades oficiales, se continuaba hurtando hasta la existencia, el paso por la vida, de numerosas personas, otrora famosas o anónimas. Tras oír en exclusiva esa visión de los unos durante muchos años, ahora –un "ahora" comenzado ya en vida de Franco–, de manera machacona y excluyente, no es que nos cuenten, nos imponen la versión contraria y yo estoy harto.

Creo con fundamento no ser el único hastiado de tal matraca. Estudien los historiadores, divulguen sus conocimientos, ayuden a que nos conozcamos mejor pero no mareen, no persigan a los que llaman revisionistas, que en realidad son de segunda generación, porque la primera la componen los historiadores de la recua de Polanco y, por tanto, santos, laicos pero santos. Hagan todo eso, pero déjennos en paz. No conviertan en materia y programa políticos la exhumación del 14 de abril como sustituto de la inexistente política social y económica de izquierda de Rodríguez y su gobierno. No eleven a los altares de su beatería e infantilismo a personas y sucesos cuyo balance general fue, como mínimo, discutible y, con frecuencia, calamitoso. Los actos humanos se autodefinen y califican por sus resultados, no por unas intenciones que, en el caso de la Segunda República, no pocas veces oscilaron entre lo criminal y lo absurdo, pasando por lo grotesco. El panorama de conjunto fue negativo, aunque en un principio los deseos de intelectuales como Ortega rayaran en la carta a los Reyes Magos, pronto contestada con carbón; o que en el caso de algunos republicanísimos (véase Melquíades Álvarez) terminase la cuestión en fusilado por los suyos, es decir los rojos. Bingo.

Bien es cierto que la indigencia ética y cultural del gobierno socialista se da la mano con el oportunismo de Izquierda Unida. Estos no saben qué inventar ni a qué carro subirse, por renqueante que ande, con tal de asomar la cabeza y disputar al PSOE y sus radicalismos verbales unos cientos de miles de votos de extremistas lingüísticos –o sea, de lengua– que se han pasado la vida haciendo la revolución en merendolas con los amiguetes o por los campos de golf de mundo adelante. Hay que trincar esos cuatro votos para garantizar al monaguillo los cinco o seis escaños en el Congreso que permitan seguir en la pomada y evitar que el sacristán socialista, avaricioso como nadie, se zampe hasta la postrer frangulla restante sobre la mesa. Desde el lado de los muñidores del invento (socialistas, comunistas, separatistas) no es tan descabellado santificar a Largo Caballero o Santiago Carrillo, la rendición de los heroicos gudaris en Santoña o la rebelión contra la República en el 34. Es útil y todo vale, máxime en un país donde las mayorías de gobierno se deciden por porcentajes escasos y con ellos se adoptan medidas gravísimas que nos amolarán el futuro, un futuro a la vuelta de la esquina.

Parafraseando a La Codorniz (en aquel caso se referían a la monarquía y los monárquicos), podemos afirmar que lo peor de la república como forma del estado son los republicanos. Y por las mismas razones que valían para los partidarios a ultranza del monarquismo y es que –como bien decía Cela– lo más parecido a un tonto de derechas es un tonto de izquierdas. O un beato, añadimos nosotros. La beatería republicana, que ha sustituido los santos de las iglesias por la efigie de Azaña o Durruti –como antes hicieron con el Guernica y el Che– no se para en barras y con una ideología de buenos y malos y, frecuentemente, con una información que no llega ni a deficiente, se lanza a ejercer de coro de Rodríguez. No se detienen a pensar ni por un instante que aquella república no puede volver (gracias a Dios), que las formas del estado son buenas o malas según las necesidades históricas y en función de sus efectos y, sobre todo, que la república posible en nuestros días acabaría de rematar el desaguisado constitucional que nos trajeron Suárez et alii, con muy buenas intenciones, pero cuyos resultados ya están a la vista. Sigamos ignorándolo y tocando la fanfarria cada 6 de diciembre, mientras la Constitución se vacía de contenido y significado.

Los nostálgicos republicanos pierden de vista que si hubiéramos tenido a González de presidente de una república no nos lo habríamos sacado de encima jamás de los jamases, pese a pufos y gales; es lo mismo que ansía Rodríguez, su secreto a voces. Y en todo este desastre uno no termina de comprender la inacción estatuaria de la Corona: ¿pensarán que, como con la guerra de Cuba, a ellos no les va a afectar la hecatombe que viene? Si así fuera, el comentario más benévolo sería que viven en la luna. Y no de Valencia precisamente.

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