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Víctor Gago

Arpones y mantequilla

No deja de asombrarme la facilidad con que calan los postulados intervencionistas en la acción y el subconsciente de la gente. Se supone que la infiltración del sistema educativo, los Medios y la cultura popular por los mitos del Estado benefactor bastaría para explicar la desigual confrontación de valores socialistas y liberales en la Europa heredera de Bismark. Sin embargo, la suerte de soledad intelectual y desamparo moral que ha seguido el liberalismo no es menor en los Estados Unidos herederos de Franklin, el mismo que escribió: "Quien es capaz de cambiar libertad por seguridad, no merece ni una ni otra".

Hayek recibió el desprecio de sus colegas norteamericanos más eminentes, según se aprecia en un debate radiofónico de la época, rescatado para la edición española de sus Obras Completas. Por otra parte, una rara novela de educación sentimental, "El corazón invisible", de Rusell Roberts, subtitulada "Romance liberal", trata precisamente de la dificultad de desmontar los rocosos prejuicios anti- capitalistas de las élites de educadores, funcionarios, políticos y periodistas en la sociedad norteamericana de hoy.

¿Qué hace que nuestra civilización tenga que defenderse, sin tregua, de sus mayores beneficiarios? Se ha llegado a que el modo de vida que conocemos se vea en la obligación de pedir permiso a sus propios enemigos, ya sea para desarrollarse, ya sea, sencillamente, para existir. No es el Estado mínimo, sino la resistente libertad, lo que indica hoy la calidad de la civilización en una sociedad concreta. ¿Están sus principios bien pertrechados intelectual y tácticamente para el desafío?

El consejero de Comercio ha sido desautorizado por el presidente del Gobierno de Canarias, simplemente por pronunciarse a favor de la apertura del mercado local de la distribución. Luis Soria (PP) desencadenó, con sus declaraciones, el violento protocolo de victimismo, falseamiento y estigmatización que se activa tras cada intento de profundizar en la libertad económica y la competencia. Para estos valores, es una batalla perdida de antemano y, sobre todo, aplastantemente desventajosa. La Prensa, sin excepción, con unanimidad inquebrantable que recuerda otras épocas y otros sistemas, otorga un tratamiento propio de grandes escándalos o grandes disparates al sólo hecho de que un político sugiera la entrada de nuevas grandes superficies para incrementar la competencia y el servicio a los consumidores. Gremios de comerciantes y sindicatos dan cuerda, juntos, al gramófono de las patrañas: se destruirán decenas de miles de empleos, cerrarán cientos de establecimientos, las grandes cadenas harán hamburguesas con la carne picada de los niños canarios. Poco importa que los datos de foros independientes como Idelco señalen que las grandes superficies están creando empleo, no destruyéndolo, después de diez años de presencia en Canarias. La rutina del placaje no atiende a la incómoda verdad. Correctivo en la plaza para el consejero díscolo y regreso al orden del mercado cautivo.

El caso descrito no es una excepción cultural. Contiene el gen fatal del sistema: la apatía frente a sus adversarios, la tentación de seguridad frente al riesgo de promover, de manera consecuente y en todo momento y lugar, la libertad individual. Los valores y políticas que ésta irradia no son un recetario de la felicidad, a diferencia del socialismo, tal y como observa J.F. Revel en "La gran mascarada". El liberalismo no es un programa, no promete ningún paraíso; simplemente le recuerda a la gente, basándose en dolorosas experiencias históricas, que el socialismo es un error y su promesa, un fraude. No reparte la mantequilla untada, sólo proporciona arpones de la mente y las manos para que cada uno se responsabilice de inventar su uso. De ahí, su mala prensa.


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