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Cristina Losada

Vuelve el fetichismo del consenso

Si el PP hubiera dado su plácet a la negociación política con ETA, al nuevo Estatuto catalán y a cualquier otro de los grandes y peligrosos disparates de Z, tendríamos el sagrado consenso, pero seguiríamos teniendo el problema, y agravado.

Los socialistas han contratado a catorce sabios de alquiler para que, de aquí a las elecciones, recubran a Zapatero con la mermelada de un fruto del que está muy privado: ideas. Claro que no quieren propiamente eso, sino cartelitos con fórmulas y palabras talismán que hagan creer que la confitura, en efecto, contiene ideas e ideas nuevas. La melaza que compongan los catorce será, probablemente, una impostura y caducada, pero el caso es que el PSOE desea presentarse con un surtido de sucedáneos de factura intelectual para alimentar la leyenda. O sea, saben que el aroma de las ideas da prestigio y votos, aunque sólo vayan a emplearlo para tapar el hedor de un balance de gobierno desastroso. Frente a los que piensan que el personal vota con el bolsillo y cierta racionalidad, el zapaterismo apuesta por la capacidad mágica de las palabras para hacer desaparecer una verdad incómoda, que diría el astuto aprendiz de Nostradamus, premio Príncipe de Asturias.

Mientras el PSOE tira de chequera para adquirir una piñata de ideas, al PP se le ofrecen ideas gratis y, de momento, ni las comenta, como ocurre con el proyecto de reforma constitucional elaborado por varias entidades cívicas, que presentaba recientemente, entre otros, uno de sus militantes destacados, Vidal-Quadras. Salvo que la Conferencia Política del partido de la oposición dé una sorpresa, la posición del PP, según adelanto de quien cocina el programa electoral, consistirá en poner el acento en "recuperar los grandes consensos nacionales". Primero, el consenso con el PSOE y luego, si lo hubiera o hubiese, la reforma. Esto es, primero, el procedimiento y luego, el objetivo. Lo que se conoce como poner el carro antes que los bueyes.

Este regreso del fetichismo del consenso, que a decir verdad nunca se ha ido del todo, conduce a callejones sin salida. Pues el problema no es la falta de consenso, sino que la falta de consenso es consecuencia del problema. Si el PP hubiera dado su plácet a la negociación política con ETA, al nuevo Estatuto catalán y a cualquier otro de los grandes y peligrosos disparates de Z, tendríamos el sagrado consenso, pero seguiríamos teniendo el problema, y agravado. La trascendencia de una propuesta de reforma constitucional no reside, de inmediato, en su letra pequeña, sino en su propósito: cortar la subasta de la soberanía nacional e impedir que los nacionalistas chantajeen ad aeternum a los partidos mayoritarios. El problema es que nos hallamos a tres telediarios de las diecisiete "naciones" de la señorita Pepis. Y resulta perentorio coger por los cuernos la situación de emergencia provocada por el entreguismo de Zapatero a los secesionistas, pero incubada previamente en los huecos de la Carta Magna y en los pliegues del sistema electoral.

Frente a esa idea y ese proyecto, que apela transversalmente a cuantos están hartos de las imposiciones nacionalistas, el partido de la oposición se escaquea. Y la sospecha que alimentan tanto esa conducta como ciertas declaraciones es que se está componiendo el atuendo para la cita que, caso de obtener una mayoría relativa, habría de concertar con los jefes de alguna tribu nacionalista. Es como si no quisiera llevar prendas que incomoden a esa novia que le puede caer en suerte y en desgracia, o tratara de cortejarla antemano. Sea como sea, eso del consenso primero y lo demás después, ha de responder a una estrategia. Una perfecta para desmovilizar al potencial electorado.

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