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Emilio Campmany

Un PP cantonalista

Puede que Rajoy, Basagoiti, Camps, Arenas y demás tengan mejor amueblada la cabeza de lo que la tenía el pobre Toñete Gálvez, pero todos padecen su mismo síndrome: quieren mandar a toda costa, aunque sólo lleguen a hacerlo sobre un montón de ruinas.

El que Rajoy prefiera para presidir el PP vasco al hombre que más claramente se ha manifestado en favor de una secesión de su partido para convertirlo en una especie de UPN da una idea de la profundidad de la crisis en la que está sumida la derecha española.

Ya no ocurre sólo que muchos del PP se apresuran a subir al carro de heno que conduce Zapatero tras oír el grito de quien se sienta arriba del todo: "Marchemos todos, y yo el primero, por la senda anticonstitucional." Ni siquiera basta con transformar nuestro estado autonómico, muy imperfecto, pero legal, en otro aconstitucional constituido por cuatro o cinco estados confederados. Ocurre que han despertado los viejos fantasmas de la derecha española: el fulanismo, el caciquismo, la lucha cainita y su peor secuela, el fraccionamiento regional degenerado hoy casi en cantonalismo.

El PP se nos descubre abarrotado de caciques que ofrecen avales al líder con la insistencia con que las suripantas le tiran a uno de la chaqueta en los barrios chinos de medio mundo mientras se rifan el botín que están seguros repartirán cuando aquél caiga.

No interesan proyectos para España, aburren los sermones catastrofistas, se hacen oídos sordos a propuestas regeneracionistas y se desdeña todo lo que sean simplemente ideas.

Si puede ser considerado magnífico el resultado que el PP obtuvo el 9 de marzo, lo será porque muchos votantes de derechas y de izquierdas creímos que, entre los candidatos con posibilidades reales de ganar, sólo Rajoy podía enderezar el rumbo y evitar la carrera hacia la destrucción de España que había iniciado el estatuto de Cataluña. El matrimonio entre homosexuales, la Ley de Memoria Histórica y la Educación para la Ciudadanía no eran más que cortinas de humo para ocultar el destino que Zapatero nos tiene reservado: la república confederal.

Visto con perspectiva es sorprendente que sus votantes creyéramos que era este pacífico gallego el predestinado a evitarnos este cruel destino cuando apoyó dos reformas estatutarias, la de Andalucía y la de Valencia, dirigidas después de todo al mismo fin que el estatuto catalán. Pero lo creímos.

Ahora casi todos los que en el PP tienen algún cargo y comparten estas preocupaciones prefieren esperar a ver si escampa, en la convicción de que sólo conservando el poco poder que hoy ostentan podrán un día reconvertir al PP para que vuelva a ser el partido nacional que nunca debió dejar de ser.

Mientras tanto, los de a pie estamos obligados a ver como nuestras ideas, las del ochenta por ciento de los españoles, lo que incluye tanto a los que presentimos los nubarrones que sobre nosotros se ciernen como a los que no, son escuchadas entre abucheos por quienes acabamos de elegir para que nos representen. Y, al oír como las expone la única diputada dispuesta a defenderlas, quizá lamentamos, cuando ya es demasiado tarde, no haberla votado.

Puede que Rajoy, Basagoiti, Camps, Arenas, Feijoo y demás tengan mejor amueblada la cabeza de lo que la tenía el pobre Toñete Gálvez, pero todos padecen su mismo síndrome: quieren mandar a toda costa, aunque sólo lleguen a hacerlo sobre un montón de ruinas.

Entre todos, al más ambicioso, Gallardón, se le ha puesto en la cara una risita que no se le quita ni para dormir, como a esos malos jugadores de póker que no saben disimular que acaban de ligar cuatro jotas. Recemos porque un Mayor Oreja o cualquier otro de similar fuste tenga cuatro reyes en la mano. Si no, apañados estamos.

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