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Stas Radziwill

La falsa princesa, el yerno y el cazo

Cualquier parecido del siguiente relato con la realidad es mera coincidencia y/o fruto de la imaginación del lector.

Cualquier parecido del siguiente relato con la realidad es mera coincidencia y/o fruto de la imaginación del lector.

Reinaba con gran popularidad en un viejo país de la Europa meridional un simpático monarca del que se conocía con certeza su afición al deporte de la caza, y del que se rumoreaba una afición aun mayor por el deporte de poner el cazo. Siempre con una sonrisa, el titular de la corona repitió durante años en sus actos públicos un repertorio de gracietas y chascarrillos aprendidos en su etapa de cadete que le blindaron ante la opinión pública de ese país tan fácil de manipular por la vía de los sentimientos. Las únicas veces en que se le veía en público sin la sonrisa pintada en su real rostro y con cara de notable cabreo, coincidían precisamente con los contados momentos en los que la proletaria familia de su nuera invadía los salones de palacio en calidad de parientes. “Una cosa es darle un abrazo a un pastor campestre para la foto, y otra muy distinta  es sentar en tu mesa a un taxista y encima que sea pariente” – pensaba él, al que siempre apasionaron los lujosos obsequios que sus dadivosas amistades musulmanas le regalaban-.

Fue el suyo un reinado de prosperidad, un crecimiento económico del que,  según decían, él supo beneficiarse colocándose hábilmente ante el chorro de dinero que emanaba de las arcas públicas. La protección que le daba el escudo de la falsa campechanía parecía infalible. Y como toda persona que se cree infalible, el monarca fue, poco a poco, comportándose cada vez de manera más temeraria. La tercera de sus grandes aficiones, las mujeres, fue precisamente la que le perdió. Apuesto en su juventud y primera madurez, siempre gozó Su Majestad del aprecio del sexo opuesto, trufando su existencia de incontables aventuras sin más impacto que el de alimentar el chismorreo.

Pero un buen día estando ya a las puertas de su senectud, se cruzó en su camino una falsa princesa extranjera de cabello oxigenado y busto turgente que le hizo, dicen, enloquecer de pasión.  Intrigada por los rumores sobre la dimensión de la real fortuna secreta de su enamorado, la avispada rubia pudo pronto confirmar sus sospechas y epatose ante la profusión de incesantes  riquezas que la real maquinaria del monarca era capaz de generar. Era este un país donde no había Corte Regia pero sí múltiples y carísimas Cortes Regionales encabezadas por iletrados liderzuelos con séquitos de “agradaores”, asesores, y demás mascotas trajeadas cuyo coste disparado asfixiaba al contribuyente.

Cegados ella por la codicia y él por la pasión, la hábil y experimentada rubia logró del regio capitán el acuerdo perfecto: ella le daría a él el “afecto” que demandaba, y él a ella le dejaría poner el cazo en sus abundantes y lucrativos trapicheos con el dinero público siempre de fondo. Con sus respectivos comportamientos, él se reía –como había hecho durante años- de sus atontados súbditos, y ella de él. La perfecta metáfora del cazador cazado. Todo esto funcionó durante años de manera estable ante el silencio habitual de la población hasta que un yerno del monarca, tan codicioso como la rubia pero mucho más tonto, creyéndose que el rey era él, hizo saltar el fuerte por los aires desatando las iras de los ciudadanos.

Llevaba el monarca representando la misma función de campechana cercanía casi 40 años cuando de repente se dio cuenta de que la audiencia del teatro había cambiado por completo. El público que formaban sus compatriotas ya no era tan inocente como cuando ascendió al trono y no estaba dispuesto a pasarle ni una más. Por suerte para el país y la institución, el monarca tenía un heredero de ejemplar comportamiento público, sobre cuyas anchas espaldas cabía todo el peso de un Estado que esperaba, impaciente, su refundación.

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