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Hitler o el amor suicida

¿Quiénes amaron los dictadores? Iniciamos una serie que explora quiénes fueron las mujeres que marcaron a los monstruos del siglo XX.

¿Quiénes amaron los dictadores? Iniciamos una serie que explora quiénes fueron las mujeres que marcaron a los monstruos del siglo XX.

Decía Carmen Martín-Gaite que el testimonio de las mujeres "es ver lo de fuera desde dentro", lo cual le proporcionaba una visión con un encuadre mucho más amplio de la realidad. Pero, ¿y cuándo la realidad es monstruosa? ¿Qué ven las mujeres que amaron y fueron amadas por los dictadores más cruentos del siglo XX?.

A veces alcahuetas, amantes, perversas o profundamente ajenas a lo que ocurría en realidad. La historia reserva un lugar destacado para las mujeres que compartieron lecho y alcoba con dictadores como Hitler, Stalin, Mao, Ceaucescu o Mussolini, con los que muchas veces compartieron excentricidades.

Con Hitler, iniciamos un recopilatorio de las mujeres que marcaron la vida de los peores tiranos del siglo, de la intrahistoria del monstruo.

Hitler o el amor suicida

Eva Braun fue el último amor de Hitler, pero no el único. Antes de morir junto a ella y el cianuro, el genocida vivió otras historias de amor con diferentes mujeres, siempre tormentosas e impregnadas del mismo fétido aroma que desprende todo su legado: la muerte. Porque el verdadero protagonista del historial sentimental del líder del nazismo no fue otro que el suicidio.

El joven y ambicioso Adolf tenía claro cuál sería el papel que habrían de jugar las mujeres en su vida: "En política hay que buscar el apoyo de las mujeres, los hombres te siguen solos", decía. Su ascenso al poder no habría sido posible sin ellas, a las que Hitler consideró un instrumento clave del que supo sacar gran provecho. Los primeros fondos que posibilitaron el sostenimiento del partido nacionalsocialista los logró de las mujeres de la buena sociedad. Las féminas de la antigua aristocracia prusiana y la burguesía decepcionada de Weimar le donaron verdaderas fortunas: joyas, obras de arte, dinero... Benefactoras como Helen Bechstein, que se encontraban, literalmente "subyugadas" por sus discursos y su capacidad oratoria. "Las mujeres, enamoradas de Hitler", titulaba el Münchener Post en abril de 1923, cuando apenas llevaba dos años al frente del NSDAP.

La primera en sucumbir a la "fiebre del nazismo" fue Winifried Williams, la esposa del hijo de Wagner y la primera "Reina" del Führer. Ella cae rendida ante sus peroratas inflamadas, mientras que él se fascina ante la posibilidad de integrarse formalmente en el círculo del compositor, al que idolatra. Su relación provocó un sinfín de habladurías, que aumentaron durante el período que Hitler pasó en la cárcel, condenado tras la insurrección del Putsch de Múnich. Winifried se desvive por cuidarle: le envía cartas, alimentos, un fonógrafo, y hasta el papel en el que este escribiría la primera parte de Mein Kampf. Si el genocida amó o no a esta joven de origen inglés, nunca se sabrá. La correspondencia entre ambos deja patente que al menos durante un tiempo, acarició la idea de casarse con ella cuando falleciera su esposo, que pareció adivinar cual era la verdadera estrategia de líder nazi. Siegfried dejó a Winifried como heredera universal de la fortuna y el legado de Wagner, pero si se volvía a casar, todo pasaría directamente a los hijos. Cuando Hitler comprende que jamás formará parte del círculo del compositor, le dice a su "reina", como la apoda, que Alemania es su única esposa.

Pero no es la única mujer en el corazón de Hitler allá por 1927. Paralelamente mantiene correspondencia con una joven llamada Maria Reiter, vecina de una de sus residencias en la campiña de Berghof. "Luego me gustaría tanto estar cerca de tí, mirarte a los queridos ojos y olvidarme de todo lo demás. Tu Lobo", le escribe. Él tiene 37 años y está en libertad condicional. Ella 17 y una fascinación ciega por Herr Wolf. La joven se ilusiona ante los rumores que empiezan a surgir por la relación que mantienen, y que apuntan a una boda inminente. Pero un anuncio en el diario Völkischer Beobachter acaba con sus sueños: el Lobo desmiente que esté prometido, y mucho menos con una menor de edad, lo que le devolvería directamente a la cárcel. María no puede soportarlo e intenta ahorcarse en el patio de su casa familiar. Lo intenta, pero no lo consigue. Tampoco se separa definitivamente de Hitler, con quien continúa manteniendo correspondencia tras el intento de suicidio. Él pide que le olvide, pero ella no lo consigue. Cuando Maria tiene 20 años vuelven a verse por última vez. Al final de la guerra Hitler tiene el último detalle con la "amante de ojos tiernos y palmito descarado", como la describía en las cartas y le envía 100 rosas rojas.

Hitler y su sobrina

No fue la relación más enfermiza y posesiva que mantuvo Hitler. Ese hueco le corresponde a Angelica Raubal, su sobrina. Tras salir de prisión, la república de Weimar le prohíbe hablar en público, por lo que Hitler se retira a los Alpes bávaros a rumiar su plan de actuación. Allí se inicia la turbia historia entre tío y sobrina, que continúa meses después en Múnich. "Geli" se va a vivir con él y con su chófer, Emil Maurice, jefe de pistoleros del nazismo. El Führer está fascinado con la jovialidad de su sobrina, a la que exhibe por toda la ciudad: la sociedad muniquesa se acostumbra a verles como pareja en las tertulias del café Heck, en el teatro, o dándole caprichos en las mejores tiendas de la ciudad. Pero, aunque Geli está también prendada de su tío, tiene sentimientos hacia Emil, que se atreve a pedirle la mano de la joven al tío Alf. Él le despide fulminantemente y le prohíbe acercarse a la joven, que queda enteramente para él desde entonces. Angelica aparece en todas las crónicas de la época, siempre de la mano de Hitler: Goebbels la describe como "la mujer de la que uno casi le gustaría enamorarse" y el Heinrich Hoffman, el fotógrafo oficial del líder nazi, escribe que es una joven de la que "todo el mundo esta medio enamorado de ella".

La relación incestuosa se prolongaría durante estos años en los que Hitler le proporciona una vida lujosa, gracias a los derechos de autor de Mein Kampf y la generosidad de sus benefactoras. Ella posa desnuda para él, que la retrata en unos dibujos comprometedores que manda esconder al tesorero del partido nacionalsocialista, Franz Schwartz. Ella se hace la señora de la casa, y decora con aires principescos la residencia de el Berghof. "Ella es lo más precioso que tengo", confiesa el Führer a sus cercanos.

Pero todo cambia cuando, entre 1930 y 1931 Hitler perfila más claramente la posibilidad ponerse al frente de Alemania. El partido nazi asciende rápidamente y el tío Adolf se vuelca con su verdadera pasión, que acapara todo su tiempo. Geli queda de lado y no puede soportarlo. Como Maria Reiter, intenta escapar, y lo consigue. El 18 de septiembre de 1931 toma la Walter de 6,35 milímetros de su tío e intenta pegarse un tiro en el corazón, que impacta en los pulmones y acaba con su vida.

"Ahora me lo han quitado todo. Ahora soy totalmente libre, interior y exteriormente. Tal vez tenía que ser así. Ahora ya solo pertenezco al pueblo alemán y a mi deber. La pobre Geli ha tenido que sacrificarse por mí", escribe el desconsolado tío, que al día siguiente del entierro enardecería a las masas de Hamburgo. Hasta que comenzó la guerra, Hitler mantuvo un culto fetichista por Geli. Convirtió su habitación en un santuario, donde se encerraba en los aniversarios de su muerte. "Es la única mujer que he amado", llegó a confesar. Pero no la última.

Hitler, junto a Eva Braun

Si existe algo así como la predestinación para acabar enamorada de un genocida, esta no estaba en el ADN de Eva Braun. Como recoge el investigador Nerin E. Gun en Hitler y Eva Braun, un amor maldito, era una joven católica criada en un colegio de monjas y convertida en dama en un convento donde completó su educación. En 1929 conoce a Hitler, al que describe en una carta como "un señor de cierta edad con un gracioso bigotillo". Será la segunda, o quizá la tercera, que acabaría apodándole "el señor Lobo".

Eva Braun se marchita al lado del asesino. En dieciséis años, la joven risueña y frívola se convierte en un ser angustiado, encadenada a un Alfie que la somete a continuas ausencias y desprecios; y la empuja a un destino idéntico al de Marie y Geli. "Me he decidido por veinte pastillas. Esta vez tiene que ser absolutamente "seguro como la muerte". Ojalá mandara telefonear", escribe en su diario Braun, recogido por Diane Ducret en Las Mujeres de los dictadores. Hitler no telefoneó y Eva Braun tampoco murió aquella noche, aunque lo intentara. Tampoco cuando intentó pegarse un tiro en el corazón. Se acabará suicidando pero ya convertida en esposa de el hombre que mató a millones de personas y a ella la hizo profundamente desgraciada.

Braun conoció a Hitler en 1929, y ni siquiera supo quién era. Estaba en el estudio de Heinrich Hoffman, y se percata de que "el hombre del bigotito" le mira las piernas. En esta primera ocasión, no intercambian muchas palabras, pero ella sospecha que ha surgido algo. Lo confirma la orquídea amarilla que Hitler le envía esas Navidades, y que ella conservará hasta el último de sus días. Aunque aún tiene fresco el recuerdo de Geli, en 1931 ya ha iniciado una relación con la joven, veintitrés años menor que él. Al principio la considera una mera sustituta a la que apoda "mi cabeza de chorlito", pero pronto Hitler se verá envuelto en una relación completamente absorbente y masoquista con la joven.

Él está en lo más alto del poder y se codea con despampanantes actrices como Gretl Slezak, con las que se rumorea, mantiene relaciones. Ella vuelve a intentar retenerle a su lado con otro intento de suicidio dos meses antes de que acceda a la cancillería. Hitler acaba cediendo a muchos de las demandas de su amada, y le regala una casa en las afueras de Múnich, con un refugio antiaéreo. "Eva es demasiado joven, demasiado inexperta para ser la primera dama. Sin embargo, es la única mujer de mi vida y después de la guerra, cuando

me jubile, será mi esposa", le dice a Goering, su mano derecha. Durante los tiempos de paz, disfrutan de una vida en común en la que Eva adquiere ademanes versallescos: fiestas en Berghof, ropas caras, fiestas y boato. Pero Hitler la mantiene alejada de su vida política, y celebra las reuniones con los líderes en su apartamento privado en la Plaza del Príncipe Regente. Circunstancia que no cambia cuando estalla la guerra: Eva vive una fantasía paralela, en la que es posible posar con vestidos a la última y comer viandas exóticas en 1941, mientras Hitler lanza el programa de exterminio de judíos. Ella tiene prohibido salir de Wonderland e ir a Berlín, pero cuando el cerco de los soviéticos sobre la ciudad se estrecha, desobedece y coge un tren el 7 de marzo de 1945. Se instala en el búnker que acabaría siendo su tumba y parece ajena a que el imperio nazi se desmorona, y ya pueden escucharse desde allí los disparos de la artillería rusa. "Pero soy muy feliz, muy especialmente en este momento, a su VERA. No pasa día en que no me exijan que me ponga a resguardo en el Berghof, pero hasta ahora siempre he ganado yo", escribe.

Una semana antes del final, algo cambia y Eva parece haber despertado a la realidad. O a parte de ella, al menos. Escribe cartas a sus familiares, con instrucciones sobre sus pertenencias y con regusto a despedida. "Es evidente que no dejaremos que nos cojan vivos", le dice a su hermana.

Los dos últimos comunicados que lanza Hitler datan del 28 de abril, y uno de ellos se refiere íntegramente a Eva. "Aunque durante los años de combate consideré que no podía asumir la responsabilidad de un matrimonio, he decidido, poco antes del final de mi vida, casarme con la mujer que tras muchos años de una amistad verdadera, ha venido a reunirse conmigo en un Berlín casi totalmente sitiado para compartir mi destino. Siguiendo su propio deseo, me seguirá en la muerte después de haberse convertido en mi esposa". Effie y Alfie se suicidan dos días después.

Magda Goebbels

Pero hubo otro suicidio más y otra mujer más en la vida de Hitler, que, en la habitación contigua le siguió hacia la muerte dos días después. Magda Goebbels, esposa del cruento Joseph

Goebbels. La suya no fue una relación de pasión de alcoba, sino algo mucho más enfermizo y oscuro. El Führer vio en ella una figura política necesaria, una suerte de primera dama con dotes políticas, y ordenó casarla con el que entonces era el responsable del partido nazi en Berlín. Ella fue, si cabe, la que sufrió la enfermedad y el embrujo de genocida de una manera más extrema. Su único leitmotiv fue estar a su lado y servir a la causa nazi hasta sus últimas consecuencias. Es difícil delimitar en una sola palabra el papel que jugó Magda en la vida de Adolf Hitler, que en ocasiones llegó a referirse a ella como la primera dama. "Hitler estaba totalmente relajado con ella. Era una de las pocas damas a las que pedía consejos, los escuchaba y quizás los seguía, incluso en muchos campos referidos a la manera de dirigir a los hombres", asegura Herbert Döring.

Dos días después de que el Führer haya desaparecido para siempre y su marido haya sido nombrado canciller del Reich, ella viste a sus hijos de blanco, y les sienta en la habitación del búnker. Los asesina con somníferos y juega una partida de cartas al solitario. Después, se dirige al despacho de Goebbels y consuman la inmolación: él le pega un tiro en el corazón y se dispara a sí mismo en la cabeza. "También amo a mi esposo, pero mi amor por Hitler es más fuerte. Por él estaría dispuesta a dar la vida. He comprendido que Hitler, exceptuando a Geli, su sobrina, ya no podía amar a ninguna mujer, que su único amor, como él dice siempre, era Alemania". Amante a la que también hizo profundamente desgraciada y dejó al borde del suicidio.

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