
Cuando todavía las lluvias no habían azotado con semejante crueldad nuestras terrazas, una mañana cualquiera de enero (no era la madrugada del 20, no), me pedí un café en una terraza de la madrileña calle Almagro. Gozamos de tal sol y cielo en nuestro Madrid, que un café o vermut en pleno invierno es hasta agradable. Todo era idílico hasta el fenómeno tan común de que la espera por un café se convierta en un infierno. 10 minutos, 15… todo ello para que al final le traigan a una el café con leche de vaca recién exprimida y no el aguado americano que tan poco gusta aquí. No es un drama esperar, pero sí es una putada tener exactos 15 minutos para irte y al final perder el tiempo de esta manera. Es el mal menor pero endémico que padecemos en la hostelería en Madrid porque el empresario está tan asfixiado en impuestos que contratar más equipo se vuelve un lujo, y los clientes se enfadan, con o sin razón.
Pero el debate no es este. Hablemos de lo que de verdad importa. De los apelativos. El camarero, ante mi disgusto, espetó: "perdona, mi amor, ahora te cambio el café". Ante aquel inhóspito apelativo, le respondí "perdona, no soy tu amor". ¡Y es verdad! Porqué debo convertirme durante segundos y mucha inconsciencia en el amor de una que por costumbre y tradición nos llena de amor a todos y todes.
En qué momento hemos abusado tanto de las palabras tan íntimas que les hemos quitado importancia. En qué etapa se produce en esta sociedad el hecho de pasarnos la gordofobia por el forro para convertir a media población cariñosamente en "gordi". No somos gordos, ni con cariño ni sin él. Mientras que Argentina se llena de "flacas", aquí los "cariños", los "amores", las "bellezas", las "hermosuras" y las "vidas" (mi vida o vida mía) cobran tanta fuerza fonéticamente que le quitan sentido a la ética y al significado. Amamos sin amar, sólo porque suena bien el amor instantáneo.
No soy el mejor ejemplo de toda esta reflexión dominical un domingo de febrero en el que, por cierto, vuelve a salir el sol, que es la belleza de esta vida. Posiblemente una extraña inseguridad en mí misma me ha reconducido a regalar cariño en formato de emojis, stickers y palabras cariñosas, que nunca vienen de más, porque ante la duda, no es la más tetuda pero sí la que mejor clima virtual genera.
Amor, amor mío, amore mio, amorcito, amorcín, y mi vida preciosa. Y todos los apelativos que ustedes quieran, porque, el encanto de recrear con las palabras, es que estas podrían llegar incluso a ser infinitas. Me imagino que son los apelativos más empalagosos de la historia, que ante una analítica de sangre nos dispararían el glucosa. Porque lo del ayuno no es sólo por el azúcar, sino también por las emociones.
Esta semana, en un acto de rebeldía oculta, me dirigí hacia mi amigo Alonso Martínez, como "bollito". Ante semejante impulso de osadía, me contestó "creo que te has confundido y este mensaje es para otro". Martínez, que es un hombre tan circular como la glorieta con la que coincide su nombre (porque adora el bucle que no tiene ni principio ni fin), no encontraba ni la puerta de llegada ni la de salida al sentido de ser llamado como un bollo, y encima en diminuto, que viene a ser (y es) una pieza esponjosa elaborada (mayoritariamente) a partir de harina, o eso explica nuestra RAE. Suele llevar leche, azúcar, mantequilla y huevos. Todo lo que no alimenta y sí engorda. Y aunque el bollito conlleva algunas veces convertirte en la realidad en gordi, hubiera sido más oportuno dirigirme a él como "gordito", ya que está más normalizado. Aquella conversación con Martínez se desencadenó en una frívola a la par que profunda discusión sobre los apelativos. Aproveché para recordarle que a mí no me gustaba que me llamara "fiera" y menos aun "loba o leona". Sin embargo, el trasfondo de todo esto no es cómo te llamen sino que te llamen. Llámame como quieras pero llámame. No es la forma con la que le apelan a uno, sino el sentido con el que se hace. A mi gata Cibeles la llamo con mucha frecuencia "rata calva", pero se lo digo con tal ternura que para ella es una muestra de cariño.
Ya lo dijo Friedrich Nietzsche, las palabras mienten. Tan pronto denominamos una realidad que esta cambia. Así que, como decía el título aquella novela convertida en película, "perdona si te llamo amor", o bollito.